Puede que el nombre de Arnau Sanz todavía no suene tanto como otros en el mercado español, pero se trata de un autor que ha publicado ya dos novelas gráficas de corte semiautobiográfico y un estilo gráfico marcadamente naif: Albert contra Albert (2013) y Llavaneres (2015), ambas en el seno de De Ponent y, lamentablemente, sin la repercusión que en mi opinión habrían merecido.
De forma paralela, Sanz ha ido publicando una serie en forma de fanzines sencillos de fotocopias grapadas. Se trata de Tito, que ahora aparece recopilada en un libro que incluye páginas inéditas y que se autoedita Arnau Sanz en su propio sello editorial: AIA.
Tras su fantástica portada —la cabeza del protagonista convertida en rotundo icono—, nos encontramos con un material fresco, espontáneo y divertido, que mezcla texto y dibujos con naturalidad, en composiciones muy orgánicas, y que también incorpora toda una serie de elementos propios de la señalética, como flechas, esquemas y diagramas sencillos que permiten a Sanz exprimir las posibilidades de la comunicación gráfica, más allá de lo que siempre hemos entendido por narrativa dentro del cómic. El poder icónico y semiótico del dibujo va más allá de la secuencia de la acción aquí, y, por momentos, su trabajo recuerda al de Juanjo Sáez, otro autor que está más interesado en comunicarse que en elaborar dibujos bonitos. No obstante, el estilo de dibujo de Sanz siempre me ha recordado más bien a Lewis Trondheim —autor que, junto a Gipi, son reconocidas influencias—, al Trondheim más íntimo y suelto de Las pequeñeces, en concreto. Recuerda a él en las expresiones faciales —aunque Sanz no emplee animales antropomórficos— y en el tono humorístico pero agridulce a veces. Como él en esa serie, Sanz sólo dibuja lo que es estrictamente necesario, pero de un modo más radical: muchas veces sólo las cabezas de los personajes, de un modo totalmente sintético. De hecho, lleva la síntesis hasta el extremo. Los personajes, por ejemplo, tienen en muchos casos un solo rasgo que los diferencie de los demás, y funciona perfectamente, porque nuestro cerebro no necesita más código para entender el mensaje. Sanz, en su aparente sencillez, consigue resultados tan efectivos e interesantes como éste:
El libro se inicia, en realidad, con Perro, que fue un primer ensayo de lo que luego sería Tito. Se trata de un fanzine con su mismo espíritu, pero en el que todavía andaba buscando el tono narrativo. Tiene momentos más serios, y un dibujo menos sintético, que por momentos deja entrever la formación académica de Sanz —que estudió en la Escola Joso—. Le falta aún la chispa y la soltura que encontrará muy poco después, ya desde el primero número de Tito —llamado simplemente así—. Y aquí las cosas cambian: el dibujo se reduce a esa mínima expresión que comentaba, pero, además, Sanz encuentra la manera de contar sus cosas con gracia y mucha chispa. Desde el principio logra que nos metamos en su mundo, y eso tiene su mérito, porque durante buena parte de las páginas no se mueve de su sitio frente al ordenador. Sanz construye un personaje gruñón pero entrañable, que se ilusiona como un niño por las cosas más sencillas, siempre con proyectos de cómic, ilustración y música. Retazos de su vida en pareja y pequeños dramas cotidianos —mi favorito: la preparación del baño del siglo— que se mezclan con aspectos profesionales, siempre regado todo ello de autopuyas constantes, porque Sanz nunca deja que su personaje adquiera tintes épicos. Todos los números de Tito están llenos de anotaciones a sus propios dibujos y textos, pequeños chistes, llamadas de atención sobre la hilaridad de algunas situaciones que se anticipan al lector y ridiculizan, con cariño, la excesiva seriedad de algún momento, o un cabreo mal llevado, o, sobre todo, los buenos propósitos del protagonista, que el Sanz autor, como si desde fuera actuara como conciencia de sí mismo, sabe que se frustrarán. Es un jugo metatextual que se ejecuta sin aparatosidad, con sencillez y espontaneidad. Por eso funciona tan bien.
Otro elemento clave de Tito es el lenguaje. Arnau Sanz traslada al papel una suerte de idioma propio, lleno de jerga, expresiones privadas, palabras terminadas en –ix, interjecciones personales —«¡Holy!»—, y una oralidad muy lograda. Su manera de escribir incluso mereció la atención de un trabajo académico, como se cuenta en uno de los números de Tito. No se trata sólo de parecer espontáneo, sino de establecer un universo propio que conecta directamente con el lector, de modo que se genera un lazo íntimo en muy pocas páginas. Da igual cuánto hay de la persona real en la proyección dibujada: esas cuatro rayas son increíblemente humanas.
Creo que la mejor pieza del libro es el tercer Tito: Tito en el aeropuerto, donde en lugar de narrar diversas anécdotas y hacer la crónica de su día a día, cuenta una experiencia laboral concreta como asistente de personas con movilidad reducida en un aeropuerto. Al margen de que la experiencia es tan interesante como divertida —incluso cuando le toca sacar un cadáver de un avión—, me parece la muestra más pulida y afinada de su capacidad de síntesis. Cada objeto, y cada personaje, están dibujados con una eficacia directa, sin adornos, pero, además, los textos, sobre todo los diálogos, tienen un ritmo perfecto y equilibrado.
El libro se cierra con un Tito inédito, Tito toca música, en el que Sanz habla de su faceta de músico y cuenta todas sus experiencias en bandas. Aunque el baile de colegas con los que va formando diferentes bandas puede ser un poco confuso, el sentido del humor y la retranca consigo mismo siguen intactos. En general consigue cambiar el tipo de narración —dibujos más pequeños, más escenas por página— sin perder frescura, si bien creo que hay momentos puntuales en los que el afán de incluir mucha información vuelve alguna página demasiado densa. También resulta curioso que, tal vez porque la música es para él una actividad social, parece menos gruñón que en los primeros Tito, aunque haya momentos de inconstancia y cansancio, también. Por supuesto, los bolos con sus bandas dan lugar a varias anécdotas jugosas y muy divertidas.
Yo ya tenía un par de los Tito originales, pero he disfrutado mucho de la lectura conjunta de toda la serie. No sólo sirve para pasar un buen rato con una muestra excelente de un tipo de cómic que aquí no abunda —tal vez porque somos, en general, discretos y reservados con nuestras miserias y vida privada—, sino también para comprobar cómo lo gráfico puede ser al mismo tiempo sofisticado y sencillo, accesible y vanguardista. El artefacto que ha armado Arnau Sanz, desde la humildad de la edición original y la inmediatez de los dibujos y los textos casi garabateados, esconde toda una red de niveles comunicativos que consigue atraparnos. Sin esos niveles, puede que fuera un tebeo gracioso, pero no tendría el corazón que tiene. No sé si es exagerado decir que es la mejor obra de Arnau Sanz, porque sus dos novelas gráficas, más Nacatamal (Apa Apa, 2014), son excelentes, pero se ha convertido en mi favorita.
2 respuestas a “Tito, de Arnau Sanz”