Pulse enter para continuar, de Ana Galvañ

Que Ana Galvañ es una de las autoras más interesantes y con más talento del panorama nacional es algo que vengo manteniendo desde hace años. Sus colaboraciones en antologías y fanzines han dado buena muestra de ello en los últimos tiempos de esta autora de eclosión tardía, que empezó a dibujar pasados los treinta años y que ha tenido una carrera caracterizada por la evolución constante y la asimilación de influencias dispares. Galvañ es una esponja con la rara habilidad de tomar lo mejor de otros e integrarlo en un estilo narrativo que, al mismo tiempo, acaba por no parecerse al de nadie más. Por eso, quizás, quema etapas a gran velocidad. En la primera obra que recopiló sus historias breves, Podría ser peor (Ultrarradio, 2012) podía verse cierta mezcolanza, entre aquella corriente gótica encabezada por Alberto Vázquez y Lola Lorente y los indies americanos de los años noventa, con Daniel Clowes y Charles Burns a la cabeza; nunca ha dejado de haber algo de la nueva carne en sus historias, por otro lado. Luz verdadera (Fosfatina, 2016) es el fruto más claro de su interés por Michael DeForge —uno de los autores más influyentes en la última generación de la vanguardia internacional—. Pero todo eso parece superado y, al mismo tiempo, integrado en la producción reciente de Galvañ, de la cual se reúnen cinco piezas en el libro Pulse enter para continuar, publicado excelentemente por Apa Apa en 2018.

¿Es el libro aún una meta a alcanzar, incluso para artistas que se mueven en la autoedición? No siempre, creo. De hecho, la propia Galvañ afirma que seguirá alternando fórmulas de edición y no renunciará a los fanzines. Sin embargo, en este caso, al margen de dar a conocer su trabajo a un público ajeno a los circuitos alternativos, creo que el libro —no el formato libro, sino este libro— permite que su gráfica brille como nunca y alcance territorios vetados con una producción más modesta. Y no hablo únicamente de la presentación y de los materiales empleados, sino del tamaño de reproducción y del nuevo color que Galvañ ha podido aplicar a estas historias, y del que luego hablaré.

Tal y como ella misma ha explicado, Pulse enter para continuar —título que homenajea una novela de John Varley— iba a ser una historia larga, pero diversas circunstancias acabaron por decidir a Galvañ a reunir cinco relatos breves, alguno de los cuales ya se había publicado previamente en antologías como Hoodoo Voodoo (Fosfatina, ¡2016) o Š!  n.º 28 (Kuš!, 2017). Y no es que no tenga interés en leer algún día una historia extensa de la autora, pero, la verdad, su dominio de la distancia corta hace que no me importe esperar. Galvañ maneja muy bien el ritmo de lo breve y no cae en clichés clásicos nunca. Lo que hace se puede encuadrar sin mucho esfuerzo en la ciencia-ficción más dura —con alguna desviación hacia un tipo de terror psicológico o de toque onírico—, pero las estructuras de sus historias y sus desenlaces huyen de la moraleja y la sorpresa final que acostumbramos a encontrar en, por ejemplo, los clásicos ejemplos de ciencia-ficción de los años cincuenta en editoriales como EC. Tal vez se puede acercar más a la escuela francesa y la psicodelia de Moebius y compañía, pero, en realidad, sus referentes e influencias están tan procesados que lo que termina plasmando en el papel es algo muy diferente, tanto en intención como en ejecución.

El estilo visual de Ana Galvañ se caracteriza por su fluidez y capacidad de mutación. En cada historia, la autora modula un grafismo siempre reconocible, pero que puede adoptar formas más o menos cercanas a la representación naturalista de los cuerpos, aunque siempre se sitúe muy lejos del academicismo. Historias más simbólicas no requieren de personajes con rasgos faciales muy reconocibles, por ejemplo, porque en esos casos generar la empatía de los lectores no es tan necesario. Sin embargo, en la pieza final del libro, la más larga, encontramos una protagonista más elaborada y una trama más narrativa, de modo que conviene dotar a los personajes de una mayor expresividad, aunque nunca se salga de un código frío y nada dado a la gestualidad excesiva. Pero la fluidez también se encuentra, sobre todo, en la composición de las páginas. Galvañ no siente la necesidad de ser fiel a ningún modelo, y mucho menos a la plantilla de viñetas clásica. De hecho, muchas veces ni siquiera hay viñetas. La página es un espacio con vida propia y con sus propias reglas, en el que, si se desea y sabe hacerse, una autora puede ir mucho más allá de la mera funcionalidad, de mostrar diferentes instantáneas de una secuencia temporal. No es que no recurra a ello en momentos puntuales, pero éstos se alternan con otros en los que, sobre una gran imagen, se superponen cuadros de detalle, o en los que simplemente, el espacio tiene un valor emocional y no un verdadero sentido físico. La secuencia puede verse retorcida hasta mostrar simultáneamente diferentes momentos de ésta en el mismo espacio, sin líneas de viñetas que los delimiten: ¿por qué habrían de hacerlo? Sólo si no entendemos que la secuencia temporal es únicamente una de las muchas posibilidades que tiene el cómic, y no lo que define su esencia, podríamos echar esto en falta. Basta ver las páginas de la primera historia (pp. 7-14) para ver cómo la descomposición de esa secuencia puede aprovecharse no ya como recurso gráfico curioso u original, sino como motor narrativo central de la pieza, que posibilita la construcción de un bucle perfecto. Pero también encontramos esa misma descomposición, aunque con un fin más lúdico, en los interludios entre historias, páginas en la que podemos ver a un avatar del personaje que va a iniciar cada relato acudiendo al lugar desde donde habrá de hacerlo.

El color, que antes he mencionado, es, sin duda, el gran elemento cohesionador de este libro, al margen de esos interludios. Se trata de un color alienígena, lleno de tonos saturados con una clara intención emocional y narrativa. Son colores que evocan espacios no convencionales, que nos predisponen a esperar lo inesperado y, sobre todo, que nos envuelven y matizan las acciones y los espacios. Las tramas mecánicas y las formas geométricas que a veces se superponen cumplen una función similar y se deben, quizás, a la doble faceta de Galvañ como ilustradora y diseñadora gráfica. Su uso resulta especialmente acertado e interesante en la cuarta pieza (pp. 37-48), donde necesitamos recibir información sobre las emociones y reacciones de la protagonista de una peculiar entrevista de trabajo: en este caso, aquello que las inexpresivas caras de los personajes nos niegan, nos lo aportan los colores que se asocian a las mismas en cada momento, de forma que se emplea el recurso como un elemento de comunicación no verbal más.

Pero el color no es el único elemento que provoca extrañamiento al lector. Estrechamente vinculado a la composición de página y el concepto de espacio que maneja la autora, encontramos otro recurso de jugoso análisis: los puntos de vista y perspectivas. Hay cierta isometría, pero también otras puestas en escena menos ortodoxas y realistas. Todo se presenta casi siempre esquinado, pero puede fluir de un modo muy poco ortodoxo, porque, en el fondo, la representación de la realidad naturalista, lejos de ser neutral, no es más que un conjunto de reglas. Podrían haber sido otras; de hecho, en diferentes épocas, lo han sido. Galvañ crea las suyas propias y no supedita nunca su objetivo último a las mismas. El resultado de todo esto es un magma burbujeante en el que los espacios diegético y extradiegético se funden en uno solo y, por tanto, nunca sabemos exactamente dónde estamos poniendo los pies.

Todo es frío y extraño. ¿Es nuestro mundo el que dibuja Galvañ en cada una de las cinco historias, o es otro? ¿Es acaso algo más que dibujo puro? ¿Quiénes son esos personajes, son humanos? ¿Son como yo? Hay una deliberada ambigüedad en el juego de la identificación que opera en cualquier ficción muy provocativa, que no se define del todo nunca y que, por tanto, genera desazón. Si Ana Galvañ está hablando, principalmente, de alineación en un mundo tecnificado —aunque la ausencia de moralejas al respecto evita caer en la tecnofobia—, es muy coherente que sus historias nos provoquen esa misma alienación, ese principio de deshumanización que experimentan a veces sus protagonistas.

La primera de las historias, por ejemplo, que es la que apareció en Hoodoo Voodoo, tiene como elemento central un televisor. Es, quizás, la más lírica y simbólica de todas: un tigre persigue a una protagonista cuya huida se descompone. De mensaje difuso, este relato tiene un innegable poder evocador y etéreo, en el que el manejo de los espacios y los movimientos resulta fundamental. El bucle pesadillesco de la protagonista anónima es un hallazgo que añade inquietud al conjunto. La segunda es la más convencional, quizás porque sus referentes son más obvios y porque los diálogos son más aparentemente triviales. El escenario remite directamente a un freak show, al que llega un nuevo trapecista que conoce a la troupe, y que queda fascinado por una mujer artificial, un tropo frecuente en la ciencia-ficción y que aquí adquiere tintes de nueva carne y una siniestra intención.

Son las tres siguientes historias las que creo que se pueden encuadrar más claramente en una ciencia-ficción crítica —que no moralista ni didáctica— con un ojo puesto en lo cotidiano, especialmente la tercera y la quinta. También creo que son las mejores de Pulse enter para continuar. En la tercera, el relato describe una entrevista de trabajo, que es, sin lugar a duda, una de las situaciones más deshumanizadoras y aterradoras a las que nos podemos enfrentar, aquí tamizada con un humor perverso. La cuarta historia presenta una situación aparentemente tópica: un campamento de verano. Pero es, en realidad, el pretexto par desarrollar un escenario de ciencia-ficción dura, en el que un conjunto de científicos experimenta con las asistentes. La imaginación desbordante de Galvañ para generar conceptos parece ilimitada: máquinas, procesos y dinámicas que nunca llegamos a saber para qué sirven pero que tienen una capacidad evocadora —y perturbadora— indiscutible, sobre todo porque va unida a una habilidad para plasmarlos visualmente. Y, al mismo tiempo, es capaz de desarrollar a través de una voz narradora en primera persona una historia de amor o amistad esquiva, pero siempre presente, y que se sintetiza y alcanza su clímax en un par de páginas que son, quizás, mis favoritas: la 62 y la 63.

La última historia es lo que queda del intento por parte de Ana Galvañ de hacer una obra larga, y queda patente en su elaborado argumento y en la forma en la que está construido el personaje principal, una mujer madura que trabaja en atención al cliente y que empieza a tener una visión recurrente cuando está frente a la pantalla del ordenador: un niño extraño que le dice, simplemente, «Shinda Kodomo». Diferentes personajes irán complicando la trama, contactando con la protagonista para hablarle de una conspiración en la sombra que implica inceptions, manipulación mental y virus informáticos. De inconfundible sabor cyberpunk, pero, al mismo tiempo, más férreamente asentada en nuestra realidad que otras historias del libro, creo que supone otra de las cimas de Pulse enter para continuar. La atmósfera inquietante, la ominosa sensación de que hay algo en marcha que supera ampliamente las capacidades y conocimientos de la protagonista, y el remate final, que pone en duda toda su realidad, son dignas de la mejor ciencia-ficción y, al mismo tiempo, plantean una oscura visión de la sociedad que hemos construido.

Creo que Pulse enter para continuar reúne cinco de los mejores trabajos de Ana Galvañ. El tiempo dirá si será un hito en su carrera, un punto y aparte que abra una nueva etapa marcada por una serie de rasgos estilísticos y temáticos, o bien quedará como una muestra de una etapa concreta que, como otras, la inquieta autora dejará atrás. No podemos saberlo, y eso es, de hecho, una de las cosas más interesantes de Galvañ. En cualquier caso, creo que es no sólo una de las mejores obras del año en el mercado español, sino también un libro que puede mirar cara a cara a los mejores cómics internacionales de vanguardia. Cuando la capacidad técnica se suma a una abrumadora personalidad gráfica y a una manera de contar ciertos temas muy personal, lo que surge siempre es único e interesante. Se trata de un libro en el que sumergirse, que atrae a pesar de la desazón que provoca, como una herida cicatrizando que no podemos evitar rascar. Además, Pulse enter para continuar ocupa un espacio poco poblado en el cómic español, el de la ciencia-ficción más experimental, que puede leerse con una playlist de Aviador Dro y Kraftwert de fondo y que huye de fórmulas para adentrarse en lo desconocido.

 

Si alguien quiere profundizar en la obra y en la carrera de Ana Galvañ, le recomiendo estas dos entrevista extensas —de las que he sacado varios datos empleados en mi crítica—; la primera la hice yo mismo junto con Octavio Beares y se ha publicado recientemente en el décimo número de CuCo, Cuadernos de cómic. La segunda es obra de Kike Infame y se ha publicado en Bilbao24horas.


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