En la crítica de Lo que más me gusta son los monstruos que publiqué hace unos días, destacaba el juego de miradas que la obra establecía a varios niveles. La mirada, en definitiva, es inherente a la cuestión de la representación que abordaba, pero también tiene otras lecturas, en obras diferentes. Y he caído en la cuenta de que llevaba tiempo con ganas de escribir sobre este concepto en una novela gráfica reciente: Irmina (Astiberri, 2019) de Barbara Yelin.
No me interesa demasiado realizar una reseña al uso: me parece un libro correcto, pero un tanto convencional. Su lectura me resultó placentera, y el tema —la biografía de una mujer alemana que, como tantas otras, se dejó llevar por la marea nazi para vivir una vida sin heroicidades— es interesante y recupera una memoria, la de la gente corriente que tuvo su parte de culpa en el Holocausto, que debe ser examinada. Si bien es cierto que Alemania lleva décadas lidiando con esa culpa, no recuerdo ningún cómic reciente que lo hiciera con este grado de sinceridad. Pero, formalmente, la lectura de Irmina también confirma cómo algunos recursos se han convertido ya en tropos estandarizados dentro de las obras que abordan la memoria. No pretende aportar nada nuevo, sino aprovechar herramientas desarrolladas por otros para contar lo que le interesa, y sin innovar en prácticamente nada, salvo en el punto que realmente quiero desarrollar en este texto. El dibujo, además, aunque es expresivo y eficaz, en algunos momentos me resulta excesivamente relamido, bonito, con un punto a lo Possy Simmonds que da la impresión de dulcificar un poco el relato, de modo hasta cierto punto incoherente con el tono gris y deprimente que predomina en la mayor parte de este. Pero, insisto, es una obra cumplidora y con una historia interesante.
Pero, como decía, sí existe algo que me ha llamado la atención y que me resulta digno de análisis detenido. Me refiero a la mirada. Concretamente, a la mirada de Irmina, la protagonista, que, al inicio de la obra, es una joven estudiante alemana que reside en Inglaterra, ilusionada con el mundo que tiene por delante, que se enamora de un estudiante extranjero, procedente de Barbados. En las páginas que reconstruyen esa etapa de su vida, Yelin, llena la mirada del personaje de vitalidad y energía. Es una mirada intensa, que se clava en el mundo y en sus interlocutores, pero también, con frecuencia, en el lector, ya que Irmina nos mira, dirige sus ojos al frente y genera, así, cierta empatía con nosotros. Obviamente, centrarse en la mirada de un personaje con el fin de estrechar el vínculo emocional con él es un recurso básico en el cómic —o cualquier narrativa visual—, pero lo interesante, en este caso, llega más adelante.
Cuando, pasados unos años, Irmina ha vuelto a Alemania, en pleno ascenso del nazismo, y acaba renunciando, sin demasiada consciencia, a toda una serie de aspiraciones para acabar casada con un oficial nazi de bajo rango, su mirada ha cambiado. No solo es más triste y apagada, sino que, sutilmente, se va volviendo más esquiva. Yelin, intencionadamente, hace que su personaje evite nuestra mirada, que cierre los ojos, o mire hacia abajo, o a cualquier otro punto, con tal de no cruzar apenas su mirada con nosotros. Cuando vemos sus ojos —casi siempre dirigidos a un punto oblicuo, nunca tan directamente centrados en los nuestros— es para apreciar su cansancio, su hastío ante la situación en la que se ve llevada.
Con esta decisión, la autora aleja a Irmina de nosotros, dificulta la empatía porque, en realidad, su intención no es tanto que entendamos por qué toma las decisiones que toma —comprender parece siempre una necesidad desesperada cuando nos acercamos a historias del Holocausto y el nazismo—, sino, meramente, constatar lo que ocurrió, como forma de evidenciar que, efectivamente, así suceden a veces las cosas: no hay grandes decisiones ni puntos de giro, sino que la vida impone sus circunstancias, y la mayor parte de personas se adapta a estas sin cuestionar qué podría hacer, a nivel individual, para oponerse a ellas. Irmina juega con el acercamiento de un personaje que luego se aleja y se encierra, como forma de subsistencia, hasta que en la vejez, de algún modo, puede hacer las paces con su pasado. El uso que hace Barbara Yelin de la mirada nos recuerda lo importante que en el cómic es contar sin decir.
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