A comienzos de los años 90, y partiendo de la fundación de L’Association por parte de Jean-Christophe Menu, se desarrolló un movimiento en los márgenes de la industria del cómic francobelga que se denominó Nouvelle BD, por analogía medio en broma y medio en serio con la Nouvelle Vague, que tuvo un impacto fundamental en la historia del cómic europeo, quizás el más decisivo desde la aparición del cómic de autor en los años 60 y 70. Fue un movimiento heterogéneo, de un conjunto de autores muy diferentes entre sí, pero que tenían en común el rechazo activo a las fórmulas comerciales de la BD. Como recoge Santiago García en La novela gráfica (Astiberri, 2010, pp. 211-212), Menu y sus colegas se estaban rebelando explícitamente contra el «48CC»: es decir, el formato de álbum de 48 páginas, color y cartoné. Pero es importante que su rechazo al cómic anterior no era solo en cuanto a sus formatos, sino también a las temáticas, enfoques y estilos gráficos. Autores como Dupuy & Berberian, Lewis Trondheim, David B. o Blutch comenzaron a introducir la autobiografía y el costumbrismo en sus historias, algo casi inédito en el cómic comercial, orientado a la aventura, por un lado, y al humor, por otro, con notables excepciones como Jacques Tardi o Edmond Baudoin, quizás los antecedentes más claros de lo que iban a hacer desde L’Association y otros sellos independientes que surgieron durante los noventa. La adopción del libro como formato narrativo —mientras, recordémoslo, en EE. UU. los autores alternativos aún se peleaban con sus comic books intentando resolver la dicotomía entre su necesidad de contar historias más largas y complejas y la realidad de su mercado— permitió variar el tono, introducir el silencio, el ritmo pausado, la deriva gráfica… Creo que, a estas alturas de la historia, está claro que un libro o una novela gráfica son mucho más que un tebeo gordo, y que un mayor número de páginas no equivale a juntar varios comic books o varios álbumes, sino que tiene implicaciones mucho más profundas, que afectan y transforman las formas narrativas por completo.
Pero también se experimentó una revolución en los estilos de dibujo: no es que en Francia no existiera previamente el feísmo, o que no tuvieran su propio underground, pero este pareciera que hubiese quedado circunscrito al ámbito del humor gráfico para adultos y ciertas revistas muy concretas. La BD comercial parecía refractaria a cualquier dibujo que no tuviera un cierto nivel técnico y de acabado. Sin embargo, los autores de la Nouvelle BD rechazaban el realismo minucioso de los Hermann o Bourgeon, la línea clara de los Chaland y compañía e, incluso, la caricatura virtuosa, por llamarla de alguna manera, de la escuela de Marcinelle y sus sucesores. Es más, ni siquiera comulgaban del todo con la experimentación gráfica de los sesenta y setenta, la que encabezaron Druillet, Caza, Moebius o Guido Crepax. No se trata de que no les gustaran todos ellos, al contrario: el tiempo ha demostrado que muchos de los autores de la Nouvelle BD admiraban devotamente a muchos de ellos e incluso han participado en homenajes y reescrituras de sus obras y personajes. Es, más bien, una cuestión de querer hacer cosas diferentes. He dicho antes que se trató de un movimiento heterogéneo, lo cual se aplica también al dibujo: a esa nueva escuela oficiosa se adscriben dibujantes superdotados como Blutch o Emmanuel Guibert, con una técnica ciertamente ortodoxa, de una u otra manera, e inserta en la tradición francobelga, pero también estaba David B., quizás emparentado con un Tardi. Sin embargo, muchos otros no eran en absoluto extraordinarios dibujantes en un sentido canónico, o bien lo eran, pero escogían dibujar de un modo más rápido, espontáneo e iconoclasta. Recordemos que Trondheim, por ejemplo, ha contado que aprendió a dibujar con su primera obra larga, Lapinot y las zanahorias de la Patagonia (Astiberri, 2009 [L’Association, 1995]), y dibujantes como el citado Blutch o Christophe Blain y Joann Sfar tienen muchas obras de dibujo veloz, improvisado, que repudia el academicismo para sumergirse en un dibujo más emocional.
La cuestión es que este movimiento, que tuvo un momento de explosión absoluta en España en los primeros dos miles —prácticamente no hubo editorial que no se animara a publicar alguna obra de Sfar, Trondheim, Guibert, David B., Blain o Blutch—, resultó ser muy importante en mi trayectoria como lector. Junto a los autores de Drawn & Quarterly, que se empezaron a publicar de un modo más sistemático a finales de los años 90, fueron mi puerta de entrada al cómic adulto y, supongo, cumplieron una función muy similar a la que cumplió el grupo de estadounidenses alternativos publicados por La Cúpula, que a mí me pillaron un poco joven y desinteresado aún por ese tipo de tebeos. Los seis autores que he mencionado en este mismo párrafo fueron esenciales para mí y están en ese grupo selecto del que quiero leer todo lo que hagan, hasta los borrones, que los tienen. Aunque la Nouvelle BD fue mucho más que ellos, hubo más nombres importantes, aunque algunos de ellos solo los pude ver por aquí gracias a La mazmorra de Trondheim y Sfar: Stanislas, Killofer, J.C. Manu o Christophe Gaultier, por ejemplo.
Sin embargo, pese a su gran importancia, hace algunos años que tiendo a considerar el movimiento como algo ya finalizado. Todo movimiento artístico tiene su ciclo, y la Nouvelle BD, por obra y gracia de una industria que tiene la flexibilidad del capitalismo en su ADN, parece concluido, toda vez que los estilos, temáticas y formatos que introdujeron desde L’Association y adláteres están ya más que asimilados por las grandes editoriales, que, de hecho, no tardaron en imitar sus fórmulas, para cabreo de Menu. Más allá de eso, casi todos los grandes nombres acabaron publicando en Dargaud, Glénat y otros grandes sellos, en el formato contra el que supuestamente se habían levantado en armas. En realidad, no hay que ver esto como una derrota, pues el ánimo subversivo se debía, en muchos casos, a la mera imposibilidad de publicar aquello que les interesaba en el mercado francobelga. Una vez que su propia presión ha conseguido ensanchar los límites de lo publicable, para Sfar, Trondheim o David B. no parece haber ningún dilema en firmar con las empresas que dominan el sector. Salvo excepciones como la de Guibert, que sigue publicando sus libros sobre Alan en L’Association, o la del propio Menu, que por cuestiones de militancia se ha mantenido siempre al margen y en pequeñas editoriales, casi todos los demás parecen haberse olvidado de ese segmento de mercado. No tengo intención ahora de profundizar en las formas en las que este proceso se ha dado, pero sí que diré que no siempre se ha hecho de una en la que haya sido la industria la que se plegara a los autores: se transigió con los estilos de dibujo, desde luego, pero la realidad es que Sfar lleva años sin publicar un cómic en blanco y negro en pequeño formato.
No obstante, la huella de la Nouvelle BD me parece evidente: abrió una vía en el mercado francobelga que muchos otros siguieron, amplió los horizontes artísticos de muchos autores y editores y crearon un puente con otros países: su influencia resulta obvia en, al menos, dos generaciones de autores españoles. Lo que quiero preguntarme es si existe hoy algo equivalente a lo que fue aquel movimiento, una Nueva Nouvelle BD que se mueva en parámetros similares y que cumpla una función parecida. Al contrario de lo que dice el adagio, no creo que la historia se repita nunca: evidentemente, han pasado ya nada menos que treinta años, nada puede ser igual. Y, sin embargo, durante el año pasado se publicaron tres cómics en España que me hicieron pensar en todo esto. ¿Hasta qué punto se mantiene viva la llama?
Leyendo una obra como La danza de los muertos (La Cúpula, 2019, traducción de Raúl Martínez) de Pierre Ferrero, resulta imposible no pensar que, al menos, el espíritu de La mazmorra sigue muy vivo. Ferrero es un autor nacido en 1986, es decir, prácticamente cuando se estaba gestando L’Association, de modo que todos esos cambios en el mercado para él no fueron tales y, muy seguramente, aquellos cómics que reformulaban el género fantástico fueron parte de su adolescencia y, por tanto, los habrá interiorizado como lector. Sin embargo, hay otra referencia quizás más evidente: el tópico de las danzas macabras medievales, relacionado con el memento mori y que viene a recordar que todos, tarde o temprano, hincaremos el pico. Podemos pensar también en algunas pinturas de Brueghel el viejo —a las que recuerdan, sobre todo, las escenas de batalla de este cómic— y en los grabados de Hans Holbein el joven —citado directamente en la web de La Cúpula—. Hay, por tanto, un cierto poso metafísico y existencialista en la historia, que presenta una guerra entre vivos y muertos, como si fueran dos naciones limítrofes en conflicto, pero con la obvia salvedad de que los primeros, en un momento u otro, pasarán a engrosar las filas del ejército rival. Es el tono de la obra donde se percibe la influencia de Sfar y Trondheim: el desenfado, la frescura y el humor sutil que aligeran el drama y restan gravedad a los temas elevados que se tratan. En el lenguaje coloquial y actual —por tanto, anacrónico— que emplean los personajes hay otro punto de conexión con La mazmorra y otras fantasías posmodernas de la Nouvelle BD. Es especialmente evidente en las figuras de los dos muertos soldados rasos que se pasan la guerra escaqueándose y fumando porros enormes, pero, en general, sobrevuela toda la historia. Aunque también haya espacio para una historia más sombría, la de la joven que pierde a sus padres y es adoptada por una bruja que le revela un poder absoluto con el que se dedica a transformar el mundo, pues descubre la verdad: que los muertos se comportan como lo hacen porque son como los vivos, pero liberados de los tabúes sociales y del miedo a la muerte.
El vacile se potencia con el apartado gráfico: las escenas de violencia tienen una belleza geométrica y, al mismo tiempo, tienen una exageración propia del gore. Pero el estilo de Ferrero aleja el resultado de la casquería, porque las figuras construidas con líneas rectas y geometrías cerradas —que recuerdan a José Domingo o Tommi Musturi—, los colores saturados y las perspectivas forzadas y antirrealistas de La danza de los muertos constituyen un escenario extravagante, de constantes sorpresas y donde el afán esteticista nunca se pone por encima de la claridad narrativa. Esto evidencia, además, una cierta influencia de la animación contemporánea y el videojuego, rasgo generacional que comparte con los citados, pero también con toda una ola de la small press norteamericana.
El cantar de Aglaé (La Cúpula, 2019, traducción de Rubén Lardín) de Anne Simon también plantea una historia ambientada en un pasado medieval anacrónico y fantástico, aunque, en su caso, el desarrollo parte más de la tradición oral de los cuentos de hadas que de la historia del arte. Aglaé es una oceánida, una ninfa acuática que vive feliz con sus hermanas hasta que un sireno la deja embarazada y el dios Océano la expulsa de su hogar. Empieza así su periplo, primero a un circo donde tiene a sus tres hijas, y luego al castillo del sádico rey de la región, al que se carga para ocupar su lugar. La intención de Simon —una autora nacida en 1980, por tanto, también perteneciente a una generación posterior a la de los protagonistas de la Nouvelle BD— es introducir una relectura moderna de esos cuentos, pero con una óptica claramente posmoderna, en la medida en la que los tropos clásicos se subvierten con una perspectiva feminista. Pero lo interesante es cómo Anne Simon va más allá de eso y trasciende la intención crítica o didáctica para darle una vuelta de tuerca que anula cualquier mensaje moralista obvio: Aglaé es primero víctima de un sireno aprovechado y de su padre intransigente, luego se ve obligada a casarse con el propietario del circo, pues la ley castiga con la muerte a las madres solteras. Después, en el primer arrebato emancipador, le corta el gaznate al reptiliano rey, que había secuestrado a sus hijas, y se empodera en un sentido literal al autoproclamarse reina. Su gobierno, trufado de medidas feministas que en realidad son obra de su secretaria, versada en feminismos varios y dominadora de las obras de sus principales autoras, y mujer que pasa de estar a la sombra del rey a estarlo a la de la nueva reina. Mientras que Aglaé solo quiere ser libre para hacer lo que le dé la gana y abandonarse a sus caprichos, su secretaria intenta reformar el sistema y aprobar leyes que puedan mejorar la vida de todas las mujeres. Pero Aglaé se encapricha de un hombre de roca, atrapado para siempre en un agujero, y se olvida de todo lo demás… Hasta que tiene un hijo con él que vuelve a esclavizarla y a anularla como individuo. La lectura es, por supuesto, igualmente crítica y feminista, pero lejos de la literalidad que frecuentemente infecta las ficciones contemporáneas. El hecho de que el cuento no acabe bien, y que Aglaé no aprenda y se libere de los hombres, sino que ella misma se eche en brazos de uno constantemente, resulta menos complaciente, pero, claro, mucho más interesante. «A partir de ahora te llamarás NADA. / Ya no serás reina, mamá, ¡y me harás patatas fritas!».
Pero, volviendo a la posible comparación con la Nouvelle BD, El cantar de Aglaé introduciría una novedad clave con su perspectiva de género. Es obvio que nuestra sociedad ha cambiado mucho en treinta y pico años, no se trata aquí de hacer análisis simplistas, pero también lo es que, en aquellos momentos, con la excepción de Satrapi, apenas si había autoras que pudieran dar otro punto de vista. La representación femenina siempre ha estado filtrada, por tanto, por la mirada masculina de autores abiertos, alejados de la objetualización que a menudo se podía ver en el cómic de género, pero con sus carencias, pese a todo. Y no es que me parezca que Trondheim, Blain o Sfar no escriben personajes femeninos interesantes, pero sí es cierto que tienen ciertos tics innegables. Sfar rara vez los ha situado en la posición protagonista, algo comprensible dado que, de alguna forma, todos sus personajes principales son una proyección de sí mismo, pero lo mismo podríamos decir de Blain. La mujer en sus cómics tiende a ser la otra, un personaje opuesto, e incluso cuando se quiere poner en valor su diferencia se hace cayendo en ciertos tópicos: el hombre es un simple, un tonto vulnerable, mientras que las chicas siempre llevan la sartén por el mango, son guapas, sofisticadas y maduras. En el caso de Sfar me parece especialmente claro. La historia de Anne Simon, de alguna forma, traslada los tonos y motivos recurrentes de este autor a un contexto moderno y feminista, con su propia voz, por supuesto, pero con muchos elementos que recuerdan a aquel: el uso de animales antropomórficos conscientes de que lo son, mezclados con humanos y criaturas fantásticas, sin que medie explicación alguna; los diálogos y las situaciones anacrónicas; el humor basado en aquellas, más que en el gag; e incluso un cierto estilo narrativo. Pues, aunque es cierto que Simon tiene un dibujo más sólido que Sfar, quien ha convertido en su marca personal la fluctuación constante del estilo y el acabado, hay en su manera libre de ir presentando las páginas y de modular las secuencias y las elecciones de plano que me recuerda al autor de El gato del rabino, aunque, lógicamente, esta autora tenga una voz propia bien nítida.
La cuestión del género y la representación de otras realidades no heteronormativas es un asunto central en el tercer cómic del que hoy quiero hablar: Dame un beso (La Cúpula, 2019, traducción de Raúl Martínez) de El don Guillermo presenta la historia de una pareja de dos chicos que hacen una escapada a un pueblo de la costa catalana, donde veraneaban de adolescentes y en el que conocieron a una joven, Cristina, a la que no volvieron a ver. Los diálogos del autor son chispeantes e ingeniosos, y hace de esa cosa tan del slice of life que es el no hablar de nada un arte: como en una noche veraniega, el lector se deja llevar por el amodorre de muchos momentos y el carácter semionírico de otros. El triángulo amoroso súbito que se reconstruye hace realidad lo que, durante la adolescencia, no fue más que un deseo soterrado, y la aparición de los celos cruzados de un vértice a otro complica las cosas. La manera en la que El don Guillermo genera interés por sus personajes resulta muy sutil, pues nunca recurre al monólogo interno: solo podemos saber lo que piensan y sienten a través de sus acciones y sus palabras. Hay momentos de gran delicadeza, y otros en los que el humor descongestiona la gravedad de los sentimientos no expresados. Lo que se dicen los tres protagonistas es tan importante como lo que no se dicen, o lo que no se dijeron cuando eran jóvenes. De alguna forma, de hecho, Cristina parece venir del pasado, aparecida como un espectro para que ambos puedan revivir los recuerdos dorados de aquel verano. Sin embargo, la mirada del autor no es indulgente o nostálgica, y ahí una anécdota muy reveladora: cuando compran los chicles Bubbaloo que masticaban de críos, pronto se cansan. «Lo malo de estos chicles… / … es que al cabo de cinco minutos ya no tienen sabor» (p. 26). Quizás pase lo mismo con ciertos recuerdos de una edad de oro que nunca fue tal.
El don Guillermo, nacido durante los ochenta, seguramente conoce a la perfección toda la producción de la Nouvelle BD. Resulta difícil imaginar cómo obras como Dame un beso serían posibles hoy sin los precedentes de El señor Jean de Dupuy y Berberian o el Lapinot de Trondheim, cómics que abrieron un camino para lo cotidiano en la BD, con sus propias señas de identidad, pero que hoy, sobre todo el primero, han perdido cierta vigencia porque amarrarse a la realidad conlleva esos riesgos. Las cuitas pequeñoburguesas del señor Jean nos parecen ahora como de otra realidad, autoindulgentes y un pelín decadentes. Lapinot, quizás por su humor y cierta mala leche, pero sobre todo por sus juegos de pastiche, ha aguantado mejor, pero al fin y al cabo tenemos un escenario parecido, en cierta forma, al de la serie de Dupuy y Berberian. La poca diversidad sexual y de género y el foco en un personaje masculino y heterosexual no hacen, desde luego, que la obra sea peor; nunca voy a defender eso. Pero resulta refrescante cuando obra actual es capaz de introducir todo eso con fluidez y naturalidad: así sucede en Dame un beso, en el que el triángulo amoroso se construye sin etiquetas ni explicaciones. Se supone que sus dos protagonistas masculinos son bisexuales, pues también se sienten atraídos por la voluptuosidad de Cristina, pero, en realidad, da lo mismo. No tiene sentido delimitar sus identidades claramente en la segunda década del siglo XXI.
¿Podemos hablar, entonces, de una genealogía, de un hilo que conecta estas obras recientes con la Nouvelle BD? Creo que sí, aunque las circunstancias han cambiado mucho. La crisis que atravesaba el sector durante los años noventa fue la que hizo posible la aparición de L’Association y tantas otras editoriales, algunas de las cuales después han pasado a formar parte del circuito mainstream. Sin embargo, sí puede decirse que se ha generado un mercado alternativo de propuestas mucho más arriesgadas, formalmente atrevidas, de tiradas cortas y público más minoritario, pero integrado en el sistema, aunque conserve su identidad. Quizás la mejor metáfora es el Spin Off del Festival de Angoulême, paralelo al evento grande. Juntos, pero no revueltos.
Pero si existe alguna editorial que pueda considerarse equivalente a L’Association es, sin duda, Misma Editions, fundada en 2004 por dos hermanos gemelos: Estocafich… y El don Guillermo. A través de la revista de periodicidad errante Dopututto y de cómics monográficos, han sido plataforma de lanzamiento para ellos mismos, pero también para otros nombres como Amandine Meyer, Sandrine Martin o Anne Simon —no es baladí el gran número de autoras de su catálogo—. Supongo que se va entendiendo la importancia de esta editorial para este texto: Anne Martin serializó en Dopututto El cantar de Aglaé y, de hecho, menciona en los agradecimientos a los editores de Misma. Pierre Ferrero, por su parte, ha participado en revistas como Arbitraire, publicada por la editorial del mismo nombre, y en cuyo catálogo podemos encontrar nombres como Olivier Schrauwen y Antoine Marchalot. Es una suerte que esta escena actual esté comenzando a llegar a España a través de la buena labor de La Cúpula y de la conexión barcelonesa de los editores de Misma. La industria francobelga tiene muchas cosas buenas, pero también tiene cosas malas. Una de ellas es lo rápidamente que estandarizan fórmulas y cooptan cualquier subversión. Una vez que los popes de la Nouvelle BD se han convertido en un star system del que poca novedad podemos esperar ya, es maravilloso que se haya creado este ecosistema que, de alguna forma, mantiene vivo su espíritu.
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