Hace algo más de dos años tuve el privilegio de ser invitado al festival Entreviñetas de Bogotá, lo que me permitió conocer de primera mano todo lo que estaba sucediendo en su emergente escena de cómic, así como establecer contactos con muchos de sus protagonistas. Uno de los autores que más llamó mi atención fue Daniel Liévano, un bogotano nacido en 1988 que había publicado en 2018 La montaña de la realidad, un cómic de corte experimental e intención poética, con un formato vertical y alargado muy llamativo. De aquel primer encuentro quedó constancia en una entrevista urgente que pude hacerle a Liévano y que puede leerse en Kamandi. Su obra me sorprendió, sobre todo, por lo diferente que era a cualquier otra cosa que había visto en mi viaje. En Colombia hay excelentes muestras de cómic documental, costumbrista, histórico o autobiográfico, pero no hay, que yo sepa, nadie más que trabaje en esta línea, más cercana a las corrientes internacionales de cómic abstracto o no narrativo.
Hace uno meses, el autor tuvo la amabilidad de enviarme una copia digital de su nuevo libro, La gravedad y otras sustancias (Casa Tinta Editorial, 2020), antes de su publicación, y me pareció fascinante; la propuesta de cómic poético basado en la imbricación de textos explicativos pero líricos y dibujos simbólicos que pudo verse en su anterior trabajo se lleva, ahora, a su máxima expresión. Me sentí muy agradecido cuando Liévano me solicitó unas palabras para la contracubierta del libro, pero siempre sentí que que tenía que decir unas cuantas más sobre una obra tan potente, cuando me sintiera preparado para ello.
Y, dado que estoy escribiendo estas líneas, puede deducirse que ese momento ha llegado. Por motivos que ahora no vienen al caso, llevo meses leyendo todo lo que puedo sobre teoría y análisis de la imagen. Y ha sido leyendo El tiempo de lo visual (Sans Soleil Ediciones, 2015; traducción de Ander Gondra Aguirre) de Keith Moxey como ciertas piezas han encajado en mi cabeza y he realizado una nueva lectura de La gravedad y otras sustancias, esta vez en un ejemplar en papel, que creo que me ha resultado muy esclarecedora.
El libro está compuesto por cinco piezas tituladas con conceptos abstractos: «La felicidad», «Los recuerdos», «La realidad», «Los sueños» y «La gravedad», que, de todos ellos, es el único medible. Liévano mantiene los textos en un nivel sencillo y claro, deliberadamente; todo se entiende en un primer nivel de lectura, superficial, de modo que son los dibujos los que representan las abstracciones y dialogan con los textos, evocando sus sentidos ocultos, aquellos que están por debajo de la sencillez de su discurso.
Al margen de la calidad de esos dibujos, del soberbio manejo del color y de la desbordante imaginación para la composición, si el libro destaca por algo es por su ambición creciente en la búsqueda de soluciones gráficas para el gran problema del cómic como medio: la representación. ¿Cómo representar lo irrepresentable? ¿Cómo puede lo visual transportar significados que se han articulado, en origen, desde el lenguaje puro? Si no cabe usar la estrategia de la mímesis de la realidad sensible, ¿qué le queda al dibujo para ser eficaz en su función representacional?
El cómic ha desarrollado un lenguaje muy rico lleno de recursos para expresar de un modo visual e inmediato toda una panoplia de emociones sencillas, pero es en la construcción de alegorías complejas donde encuentra más dificultades. En líneas generales, los autores interesados en esta vía recurren a la abstracción más o menos pura, según el caso, y a significantes compartidos: por ejemplo, las sensaciones asociadas culturalmente a los diferentes colores, el orden que transmite la simetría frente al caos de la asimetría, o la serenidad de las líneas curvas frente a la tensión de los ángulos rectos. Estas cuestiones relativamente universales son contempladas en La gravedad y otras sustancias por Liévano, pero también creo que es evidente que quiere ir más allá de eso en muchos momentos, para intentar encontrar imágenes que no remitan a referentes ya conocidos ni se limiten a ilustrar el texto, sino que dialoguen con él desde sus propios parámetros.
Llegados a este punto, Keith Moxey puede arrojar algo de luz. En El tiempo de lo visual desarrolla la teoría del «giro icónico», y expone cómo una serie de autores, en las últimas décadas, han intentando alejarse de ciertas teorías interpretativas propias de la posmodernidad y del famoso «giro lingüístico». La lectura de estas ideas me ha hecho consciente de hasta qué punto hemos interiorizado el proceso de desencriptado de las imágenes, a las que necesitamos dotar de significados que, naturalmente, expresamos mediante el lenguaje verbal. Leer las imágenes como textos nos ofrece herramientas de análisis útiles, pero también nos está limitando en cierta forma; especialmente, si hablamos de imágenes abstractas o de símbolos poco claros. Lo que plantean Moxey y otros partidarios del giro icónico, entre ellos W. J. T. Mitchell, es que las imágenes preexisten a su interpretación, y que no están obligadas por reglas gramaticales (p. 130). Por ello, cuando apelamos a las imágenes desde el lenguaje, se estaría limitando su poder. Dicho de otro modo: «Al dotar de significados a las imágenes mediante el lenguaje, este restringe necesariamente su potencial para crear otros significados» (p. 132). El intérprete busca la transparencia de la imagen, pero esta se empeña en su opacidad. Asumir que no todo es lenguaje y que las imágenes, sencillamente, son, podamos codificarlas o no, me parece que abre un interesante campo de análisis, porque dota a la imagen de una autonomía y una capacidad de agencia que va más allá de la representación figurativa o abstracta de conceptos lingüísticos. El riesgo, en este caso, podría provenir de la tentación de recurrir a explicaciones mágicas, irracionales, para no profundizar en lo que las imágenes quieren decirnos, pero, como apunta Moxey, esta perspectiva debería servirnos para tomar conciencia de que hay que redoblar esfuerzos cuando afrontamos el estudio de las imágenes y que «necesitamos desesperadamente todos los poderes del lenguaje —analítico y poético— para explorar el potencial inagotable de su inconmensurabilidad» (p. 163). Por supuesto, el giro icónico también plantea preguntas de difícil respuesta. Por ejemplo, si es posible aplicarlo no solo en el análisis sino también desde la creación. ¿Podemos crear arte desde fuera del lenguaje? Y, en lo que respecta al cómic: ¿cómo podría trasladarse esta teoría, dado que no hablamos de imágenes aisladas, sino de un conjunto de ellas ordenadas, al menos en la mayoría de los casos, siguiendo un sistema? Por no hablar de que, salvo en los cómics sin palabras, hablamos de un medio que imbrica imágenes y textos. Es decir, lenguaje y objetos visuales.
No tengo la intención de responder a estas preguntas, desde luego, pero sí de comentar La gravedad y otras sustancias bajo la luz de estas teorías. Conscientemente o no, Daniel Liévano ha recorrido el camino del giro lingüístico al giro icónico en este libro. El primero de los capítulos, «La alegría», pese a su exquisita estética contemporánea, puede leerse desde la literalidad de sus imágenes. Se esfuerza en crear un mundo de cosas reales dentro de la diégesis narrativa, donde los símbolos tienen una existencia física, como objetos. Puede leerse como un cuento, en el que existe una alegoría obvia, pero no opacada por lo inefable. Vemos cómo la felicidad se representa como una gran esfera roja que aterriza en un planeta lleno de elementos geométricos que no parecen remitir a ningún objeto de nuestro universo, pero que tienen una existencia tan real como la de las criaturas humanoides que reaccionan ante la llegada de la esfera. En esta primera pieza, por tanto, las imágenes tienen un correlato directo con los textos, con los que comparten significados: cuando se habla de las personas que, cuando por fin les llega la felicidad, «por alguna extraña razón, no son capaces de aceptarla», lo que las imágenes nos muestran es un humanoide que se encuentra en medio de la trayectoria de la esfera roja y escoge apartarse de ella. La alegoría visual se torna, por tanto, literal. Las imágenes de «La felicidad» están creadas desde el lenguaje.
En los siguientes capítulos, las estrategias discursivas de Liévano se sofistican, por pura necesidad; «Los recuerdos» se centra en algo más complejo en su representación que la felicidad, un concepto abstracto pero acotado en una palabra, que puede representarse convencionalmente como deseemos. Pero los recuerdos y, más concretamente, el proceso por el cual se construyen no pueden encerrarse en un cuerpo geométrico. Así, Liévano no puede, simplemente, recurrir a la representación de un mundo fantástico en el que determinadas formas tengan significados. Es decir: tiene que comenzar a crear imágenes desde un espacio más alejado del lenguaje que en el anterior. Nunca se separa del todo porque Liévano no prescinde de las palabras: precisamente, lo que más le interesa es el diálogo entre texto e imagen. Pero su relación ya no es tan directa. Puede recurrir a elementos de abstracción geométrica que recuerdan a un Kandinski, pero muy pronto, comienza a mostrar imágenes que no podemos explicar como una simple proyección de los textos. Por ejemplo, cuando escribe que «el único fin de los recuerdos es llenar una inmensa laguna que siempre está incompleta», lo que vemos en la doble página no tiene nada que ver con una laguna ni nada que se le asemeje, sino que vemos puntos de color difuminados que forman un patrón irregular. Los sentidos de esta imagen van más allá del lenguaje.
El viaje de Liévano no es lineal; cuando ha de volver a la metáfora directa lo hace sin rupturas y con una coherencia muy sólida. Y es capaz de recurrir a otras potencialidades del dibujo. Por ejemplo, cuando quiere mostrar cómo los recuerdos están hechos de otros, es decir, cómo el acto de recordar tiene mucho que ver con la asociación de ideas y la semejanza, real o figurada, de las imágenes que tenemos en la cabeza, el autor es plenamente consciente de que el cómic funciona mediante un proceso metonímico muy similar, y nos muestra, en otra doble página, el proceso por el cual la imagen de una mano que sostiene un saltamontes puede descomponerse y transformarse en una rama en la que descansa un pájaro, que guarda un parecido formal con la mano original.
«La realidad» es uno de los capítulos que me han resultado más estimulantes, para empezar, por su grafismo minimalista y el goce estético que provocan las líneas que serpentean sobre un fondo negro. Este libro también evidencia que el cómic puede manejar una densidad muy diferente, autónoma de la que precisa el texto, y esto, creo, está estrechamente relacionado con la cuestión que estoy desarrollando. Si aceptamos que no todos los elementos visuales han de tener un significado o deben ser expresables mediante el lenguaje, es fácil asumir, también, que una narración gráfica puede construirse sin abigarrar las páginas ni preocuparse de que una contenga poca información, entendida como conjunto de significados. Liévano, de hecho, hace lo contrario: deja que los espacios respiren, detiene el ritmo, nos obliga a contemplar y conectar con todo lo no verbal. Este capítulo, que muestra cómo se crea el tejido de la realidad, es al mismo tiempo una celebración del dibujo, pues todo empieza con una línea, que conoce a otra, de forma que nace el punto. Una tercera crea la primera superficie: un triángulo. Pero en cuanto la realidad se vuelve más complejo volvemos al problema de la representación y la correspondencia entre imagen y lenguaje: « A un pequeño grupo de puntos en común se les llama una noción». A continuación, ofrece algunos ejemplos: la bondad, lo hermoso, pero también «un rostro de hace un mes» o «las capas históricas de una ciudad». ¿Cómo representar estas nociones? Liévano podría haber intentado construir mapas de punto que recordaran, mediante alguno de los procesos convencionales —mímesis directa, metáfora o metonimia— a esos conceptos. Sin embargo, marca una distancia deliberada entre significado y significante que nos sumergen en el terreno de lo inefable, de lo que no puede expresarse con palabras. Los enjambres de puntos y las líneas se mueven por las páginas conformando sentidos que desbordan lo verbal, como sucedía en «Los recuerdos», de forma que el dibujo llega a terrenos inaccesibles para el lenguaje y, por tanto, se potencia la multiplicidad de sensaciones que nos alcanza.
El capítulo titulado «Los sueños» es terreno abonado para seguir profundizando en estas cuestiones, naturalmente. El de los sueños es un campo muy visitado en la ficción en general y en el cómic en particular, lo que ha generado un mayor número de convenciones, lo que aumenta el riesgo de repetir recursos y maneras de representar, por pura inercia o contaminación involuntaria. Un dibujante que desee representar un hipotético mundo de los sueños ya sabe cómo puede hacerse, y construirá su propia manera a partir de las de otros. Ello no significa, no obstante, que el resultado no pueda ser tremendamente interesante. Dormir es morir (Bang Ediciones, 2020) de Gabri Molist, un cómic reciente del que espero poder escribir pronto, me ha parecido una obra riquísima en la que el autor afronta la construcción de un mundo onírico de una forma ya vista, y la originalidad radica en otros aspectos, y en la vuelta de tuerca que ejecuta. Pero su mundo de los sueños responde a una subversión de las normas físicas, a la creación de criaturas extrañas y fluidas, e introduce la capacidad de intervenir en ese mundo que tiene el individuo soñador. Liévano opta por otra estrategia: no es un mundo al que podemos viajar mientras dormimos, sino un proceso, una relación entre individuo y sueño. De este modo, establece cuatro categorías de sueños, en función de la distancia que imponen con respecto al individuo. Al tratar al sueño como algo ajeno, externo al soñador, abre la puerta a alejarlo igualmente del lenguaje; por eso las imágenes figurativas que se relacionan con las abstractas de las tres primeras categorías se alejan o se descomponen en el cuarto tipo, el más ignoto: «aquel del que menos se sabe y quizás en su misterio reside el interés de quien lo quiere atrapar». Un sueño que está dentro de nosotros, pero, al mismo tiempo, está fuera, desligado de los procesos del lenguaje o las imágenes que responden a sus significados. El ejercicio de descomposición de la realidad afecta, por primera vez, al propio texto: «los significados se empiezan a mojar». Esta frase, escrita de forma que las letras que la forman se estiran como solo a través del dibujo puede hacerse, anticipa una operación imposible a priori: la representación del proceso inconsciente que nos lleva del lenguaje al sueño. Como si de una afasia se tratara, las palabras se rompen, y los significados cognoscibles se entremezclan con palabras inexistentes, mientras que el dibujo se libera, una vez más, de la necesidad de atender a lo que esas palabras nos dicen, y se (nos) sumerge en un viaje por el terreno del subconsciente, que es el que está más allá del lenguaje. Casi por necesidad, las estrategias para hacerlo tienen que recordar a las de las vanguardias literarias de comienzos del siglo xx, como el dadaísmo o el ultraísmo, pero, también, se rastrea la huella del realismo mágico. De algún modo, este cuarto sueño es como viajar de Borges al Cortázar que inventó el glíglico y de vuelta al autor de El hacedor.
«La gravedad» afronta la exploración del único concepto medible, como decía al comienzo, y parece que Liévano lo aborda con la intención de construir el capítulo como un compendio de todo lo que hemos visto. Así, las figuras humanas se mueven entre formas abstractas, o las figuras geométricas difuminadas pueden pasar por un colador y convertirse en pura masa amorfa de colores mezclados. Con estrategias más propias ahora del surrealismo y la libre asociación de ideas, el capítulo se cuestiona sobre la relación del tiempo y el espacio y sus implicaciones en la realidad, pero también en la actividad humana. El dibujo fluye entre los significados más directos y metafóricos y los más libres e incomprensibles desde la lógica del texto: por ejemplo, la página que componen Liévano con líneas y puntos de diversos colores que parecen imitar un lenguaje escrito pero sin significado en sentido estricto. Aunque vemos poderosas representaciones gráficas de nociones físicas que exploran, como en los anteriores capítulos, la agencia de la imagen, no parece casual que, en las páginas finales, volvamos a la figura humana como medida; de una página con formas abstractas en la que se habla de la gravedad, pasamos a otra en la que vemos cómo esa gravedad afecta al ser humano, a través de una secuencia de unos pies posándose en el suelo. La doble página final recurre, de hecho, al dibujo naif de un paisaje, que transmite, en su significado sencillo y directo, la calma que da estar en un territorio conocido, el del lenguaje. Tras el viaje alucinante más allá de este, volvemos a casa.
La gravedad y otras sustancias ofrece aún más elementos de análisis, y dudo que una sola persona pueda agotarlos todos. Es un libro único y original, de una estética compleja pero siempre gozosa para el lector, que espero que pronto podamos ver publicado en España, pues su nivel es el de un autor que puede sostener la comparación con cualquiera de los nombres consagrados del cómic experimental en el ámbito internacional. Mientras, podéis ver algunos ejemplos de sus trabajos anteriores en Substantial Comics.
Una respuesta a “La gravedad y otras sustancias de Daniel Liévano”