Etileno de Carmen B. Mikelarena

Conocí el trabajo de Carmen B. Mikelarena (Madrid, 1998) a través de fanzines como Corre corre que te pillo (2020), Zurdópolis (2021) o El perro que miraba a los humanos (2022). Todos ellos hablaban muy bien de una artista en formación, muy joven, pero con una mirada propia sobre temas generacionales que me llamó mucho la atención. Aunque es posible detectar en Mikelarena tangencias con autoras de la generación anterior —Roberta Vázquez, por ejemplo—, estas no resultaban muy obvias, sino todo lo contrario: lo que destaca de su obra es propio, un cierto absurdo, una manera alegórica de tratar los temas que no encaja exactamente con la típica ironía posmoderna, ni tampoco con el pesimismo que suele irle asociado. Formalmente, aunque Mikelarena no es ajena a la experimentación, casi siempre se concentra esta en la secuencia o en la composición de página, sin alardes; su estilo de dibujo también se aleja de la línea sintética y geométrica de autoras como Ana Galvañ o María Medem, y tiene un punto sucio en las texturas y en las líneas, una vocación orgánica en las formas, con un toque cartoon que puede ser hasta clásico, en cierta forma.

Todo ello se explora de una forma notable en esta primera novela gráfica larga, Etileno (2024), una autoedición realizada tras obtener Mikelarena una Ayuda a la Creación de Injuve, que supone no solo una síntesis de todas las virtudes de la autora, sino una oportunidad de profundizar en ciertos conceptos que, de un modo u otro, ya estaban presentes en sus fanzines. El etileno es una sustancia que producen ciertas futas y que provoca su putrefacción, que tiene la particularidad de infectar a otras que no lo producen, con el mismo resultado. La forma de presentar esta metáfora como concepto que vertebra la propuesta artística es muy propia de Bellas Artes, igual que la decisión de hacerla explícita en la contracubierta: «hace referencia a la influencia que tenemos como nuestra sociedad y cómo nuestras compañías pueden afectar nuestra actitud y bienestar». Esto es solo un punto de partida que, lejos de darlo todo mascado al lector, permite desarrollar los temas dentro de unas coordenadas, sin la necesidad de sobreexplicarlos.

En Etileno encontramos a una protagonista que, tras estudiar Bellas Artes, intenta iniciar una carrera como artista plástica. Atascada en ese momento en el que una ya ha dejado atrás definitivamente esa suerte de adolescencia prorrogada que pueden ser los años universitarios, Catalina teme sufrir una fuerte adicción al móvil y a las redes sociales, que afecta no solo a su creatividad, sino a su capacidad para desarrollar una vida funcional y plena. Por supuesto, todo esto aparece atravesado por la precariedad laboral y emocional que parece ya inevitable en cualquier relato generacional, pero Mikelarena se centra en el desarrollo personal de su protagonista, quizá con algunos elementos autobiográficos, aunque nunca queda claro.

Que una autora tan joven se esté planteando la vida digital como un problema de su generación me resulta ya de entrada interesante, porque, en realidad, la suya es la primera que no ha conocido otra cosa que un mundo con Internet, y que ha tenido acceso a las redes sociales desde que ha tenido edad legal para usarlas. Pensar sobre qué nos hacen a las cabezas, cómo influyen en nuestras relaciones sociales, en nuestro estado de ánimo y en nuestra felicidad me parece cada vez más necesario, pero creo que es más complicado si no tienes memoria de otra forma de relacionarnos y de existir en sociedad. De hecho, creo que es esta generación a la que le va a tocar replantearse la cuestión y proponer otros modelos. Mikelarena, a través de su personaje, lo intenta: sin visiones apocalípticas, y sin extender el caso de Catalina a una causa general, plantea la necesidad de una desintoxicación a través de un grupo de terapia sobre el que, al menos al principio, planea la duda de si es algún tipo de secta. Catalina redescubre acciones que hasta hace unos años eran cotidianas y hoy parecen imposibles, como caminar por la calle escuchando su sonido ambiente, sin preocuparnos de si alguien nos escribe o nos da like, o tirarse en la hierba de un parque a ver pasar el tiempo.

Con una mirada no exenta de sorna hacia la autoayuda y las recetas fáciles para problemas complejos —cuestiones de las que las redes van más que bien surtidas—, Mikelarena plantea una trama en la que su protagonista puede poco a poco ir recuperando el timón y pensar con más claridad, si bien la situación diste de ser ideal. De hecho, la estética de todo el libro ya evoca una precariedad e incluso una fealdad —entendida esta como deliberada distancia con respecto a los cánones de belleza actuales— que se plasman en escenarios muy poco instagrameables y en personajes desgarbados, animales antropomórficos pero indefinidos, sin glamour. El color, poco brillante, con una paleta basada principalmente en colores secundarios, refuerza todas estas sensaciones, sobre todo por ese punto imperfecto, impuro que consigue Mikelarena con herramientas digitales, que incluso en muchos casos simulan un acabado artesanal.

Paralelamente, la progresión de Catalina la lleva a replantearse su relación con su amiga íntima de la facultad, otro clásico de las narrativas posadolescentes que en Etileno se lleva bien, sin excesivo drama, y centrándose en el propio proceso de la protagonista más que en Flor, la citada amiga. De hecho este personaje incluso puede llegar a resultar un tanto estereotipado, en el sentido de que cumple con el papel que necesita el propio proceso de madurez de la protagonista. Lo cual no significa que no hayamos conocido todos a alguna Flor a lo largo de nuestra vida, por supuesto.

Una de las grandes virtudes de Mikelarena es construir una historia larga que siempre mantiene la atención del lector, con los toques justos de humor, un cierto absurdo —más contenido que en sus historias cortas, donde no hace falta contemplar una mínima coherencia— y algún alarde formal, como la doble página con una secuencia sobre el mismo escenario, sin viñetas, muy propia de Sergio García o Gianni de Luca. La inclusión de piezas textiles y cerámicas, con un fuerte sentido metafórico, permite a la autora relacionar el cómic con otras prácticas artísticas —otro rasgo generacional—. La evolución de Catalina se evidencia en las últimas páginas, en las que encuentra una comunidad real, y es capaz de encontrar cierto equilibrio en su vida, fuera de la lógica digital, de manera que puede ir superando el bucle de la procrastinación, y encontrar un verdadero yo, que pasa por una conversación simbólica con su anterior ser.

Sin caer en la tecnofobia ni en las respuestas sencillas, Mikelarena plantea un problema real, por mucho que incomode asumirlo a quienes ya no saben vivir sin la conexión 24/7. Lo hace desde lo personal, desde un caso particular pero que permite reflejarnos y evaluar si tenemos una relación sana con nuestro móvil y con nuestras redes, inserto todo ello, además, en una historia que también interesa porque se genera una empatía genuina con Catalina. Narrado con solvencia, una gráfica coherente y madura, Etileno es también un discreto y nada panfletario acto de resistencia contra el aceleracionismo, el capitalismo tardío y la utopía digital que, por el momento, está generando demasiadas ansiedades como para que podamos permitirnos evadir la reflexión.


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