El color de las cosas de Martin Panchaud

El color de las cosas (Reservoir Books, 2024, trad. Xisca Mas) es una de las obras más llamativas de lo que llevamos de año; primera novela gráfica del artista y diseñador Martin Panchaud, llegaba con el aval de ser ganadora de un buen puñado de premios, incluyendo el Fauve d’Or del Festival de Angoulême. Pero, sobre todo, llegaba llamando la atención por su curioso modelo narrativo, que prescindía de la representación al uso y proponía un cómic contado con herramientas de comunicación visual más propias de la señalética y la infografía. A priori, un experimento del que podría esperarse que fuera un paso más en la línea formal de algunas obras de Kevin Huizenga o Chris Ware, incluso uno que llevara a sus últimas consecuencias el cruce entre cómic y diseño gráfico. Sin embargo, la lectura de El color de las cosas me ha dejado claro que es una obra mucho más convencional de lo que pretende; en cuanto a su pretensión experimental, me parece una obra fallida. Pero cuyo análisis puede arrojar algo de luz sobre cuestiones más amplias.

Panchaud costruye una historia bastante común, llena de clichés, un drama social con gotas de humor e incluso de magia, de casualidades cósmicas o, visto bien, de melodrama dickensiano: un chaval de 14 años en una familia desestructurada que gana varios millones de libras apostando a las carreras de caballos y que, a partir de ahí, se ve envuelto en una aventura. Los giros de guion, lejos de resultar emocionantes, no consiguen otra cosa que dilapidar la verosimilitud del relato, hasta llegar a una resolución tan forzada como patillera. Pero la cuestión que aquí interesa es qué aporta el formato infográfico a esta historia dramática. Es decir: qué objetivo tenía el autor cuando toma esta decisión, más allá de utilizar herramientas ya ensayadas por él en obras previas, ajenas al cómic. Mi sensación es que no hay ninguna coherencia entre forma y fondo, ninguna reflexión sobre qué se está buscando. Usar diagramas y, sobre todo, planos cenitales de escenarios en los que los personajes son círculos tiene el previsible efecto de eliminar los recursos básicos de un relato visual para lograr la empatía de los lectores: no vemos los rostros de los personajes, no podemos mirarlos a los ojos ni ver sus reacciones. Solo leemos sus diálogos y vemos las posiciones en cada escena. Pero, cuando se pretende contar un relato de corte más o menos naturalista, los retratos psicológicos de los personajes son importantes, y renunciar a estas herramientas es una operación que no puede hacerse a la ligera; podría ser una buena idea si la intención es, precisamente, subvertir el orden de dicho relato, darle la vuelta y evidenciar la tramoya, la forma en la que las emociones fáciles que este tipo de dramas formulaicos pueden arrebatarnos se producen con recursos en el fondo muy sencillos. Pero no parece el caso: El color de las cosas no profundiza en los efectos que tiene sustraer los recursos visuales asociados al drama, ni tiene intención de alejarse de su propia historia. Más bien se mantiene apegado a ella, y en ningún momento da la impresión de buscar otra cosa que no sea conmovernos con las desventuras del protagonista y mantenernos interesados en la trama.

En ese contexto, ¿qué aportan los recursos narrativos de Panchaud? Más allá de ciertos hallazgos, que tienen que ver con la exposición de algunas informaciones a modo de interludio mediante infografias —las instrucciones de fabricación de un masturbador (p. 119), por ejemplo—, la mayor parte del relato se cuenta a la manera narrativa clásica, con secuencias cronológicas de viñetas. La única peculiaridad es que en lugar de ver planos convencionales, el punto de vista siempre es cenital. Y los personajes, como hemos dicho, círculos —que, de forma inevitable, vamos a confundir constantemente entre sí—. ¿Qué valor, qué función tiene esto en el transcurso de las abundantes conversaciones que leemos en la obra? ¿Qué novedad puede suponer repetir varias veces la misma imagen mientras los diálogos —no especialmente brillantes— se despliegan alrededor de las viñetas idénticas? ¿Qué se persigue con ello? No lo tengo claro, pero lo que se consigue es evidente: el lector acaba por no prestar atención a esas imágenes, y simplemente lee esos diálogos, irritantemente dados a la exclamación, y emancipados de unas imágenes que no nos interpelan de ningún modo, más allá de darnos una información básica de situación de la escena y los personajes. Y si lo que se pretendía era demostrar que puede contarse un drama que emocione a pesar de la renuncia a tantas herramientas, me temo que también estaríamos ante un fracaso.

Insisto en que hay hallazgos puntuales, momentos concretos en los que sí se aprecia un esfuerzo por contar algo de manera sorprendente. Pero el cuerpo del relato se construye sobre un único recurso, que se agota a las pocas páginas, y que no resulta coherente ni con el tipo de historia que se está planteando ni con la presupuesta intención de plantear un cómic experimental o rupturista. Y quizás el problema ha sido que la obra no se ha abordado de la manera adecuada. Parece que se ha partido de una concepción equivocada del medio, de no entender que no basta con una idea que ataña a la forma, sino que el potencial del cómic reside en relaciones que Panchaud ignora. Se queda con una historia vulgar que podría contarse exactamente igual no solo con otras formas narrativas más clásicas dentro del cómic, sino en otros medios. Y luego, por otro lado, la sorpresa, el recurso de la infografía y el diseño gráfico, como nota de color que atraiga la atención del lector. Pero es pura superficie, no hay una verdadera imbricación de todo el conjunto, no hay un discurso claro en ningún nivel.

Por supuesto, no pretendo que este texto se lea como una enmienda a la experimentación. Quien me lea habitualmente no creo que pueda pensar eso. Pero, precisamente, creo que obras como esta pecan de lo que los críticos de la experimentación suelen argumentar: una ocurrencia sin verdadero impacto ni valor en la obra y en la historia, una excentricidad, curiosa a lo sumo, pero sin mayor relevancia. No pienso así, evidentemente, pero sí creo que la experimentación tiene que partir del discurso y del estudio. No puede ser un toque final, o un aspecto puramente ornamental. De hecho, tras leer El color de las cosas, pienso que hay mucho potencial en este camino. Pero recorrerlo no es tan fácil como ha pretendido esta obra.


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