Grandes preguntas, de Anders Nilsen.

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Quince años le llevó a Anders Nilsen completar todo el material que contiene Grandes preguntas. Se recalca con frecuencia y a veces con asombro, pero, en realidad, si tenemos en cuenta que hablamos de seiscientas páginas y del tipo de obra de que se trata, no parece tanto. Hablamos de obras cuya envergadura difícilmente podrá repetir su autor a lo largo de la vida. Nilsen hará más cosas, pero siempre será el autor de Grandes preguntas, como Art Spiegelman lo es y lo será de Maus, o Joyce Farmer lo es de Un adiós especial, por poner dos ejemplos de cómics cuya realización haya costado más de una década.

Grandes preguntas, que acabo de releer hace poco, pertenece a uno de los tipos de historia que a mí como lector, más me llegan: epopeyas más grandes que la vida, historias que reflejan y amplifican las pasiones y preocupaciones de la humanidad, que representan nuestra naturaleza y nos obligan a enfrentarnos a ella y a cuestionarnos nuestros valores. Cuando esto se hace bien, cuando una ficción alcanza ese calado, pocas cosas pueden comparársele. Son historias que nos tocan, que pulsan cuerdas que aunque enterradas siguen dentro de nosotros. Que hablan, como las tragedias griegas, como las obras de Shakespeare, de amor y muerte y de todo lo que conllevan, que, en el fondo, es el Tema, aquello a lo que le llevamos dando vueltas desde que empezamos a fabular, que es lo mismo que decir desde que somos hombres y mujeres. Da lo mismo que los protagonistas de Grandes preguntas sean gorriones. Me llevan al mismo estado mental y anímico que las mejores películas de Hayao Miyazaki, o que algunos cómics de Sfar, o las obras de Homero. Es el terreno del mito.

Y el mito es, sobre todo, un método para explicar la realidad y a nosotros mismos. Por eso me siento irremediablemente atraído por él. Pero, con los años, uno se vuelve cascarrabias y ya no le vale cualquier cosa. De pequeño, el poder de ciertas historias que llevamos contando desde hace siglos es tal que aunque el envoltorio sea tan pobre como, digamos una novela de alguna franquicia de fantasía épica, engancha y llega. Pero ya no soy capaz de pasar por encima de la pomposidad o pedantería que a veces uno ve en este tipo de ficciones, o, simplemente, demasiado a menudo el talento no está a la altura de la ambición. Cada vez más, me siento atraído por historias más… no humildes, porque yo creo que cosas como Grandes preguntas son ambiciosas, sino menos grandilocuentes.

Creo que por eso me atrapó desde el principio el cómic de Anders Nilsen. Empieza de manera sencilla, con breves episodios intrascendentes protagonizados por pajaritos casi garabateados, atrapados en viñetas irregulares, con un estilo que remite a lo que podríamos llamar línea clara americana, al primer Chester Brown, por ejemplo, o a Gabrielle Bell —aunque muy pronto alcanza un estilo personal y de una belleza extraña—. Poca cosa, en realidad, un divertimento, sin más. Pero conforme pasamos las páginas, va tomando forma en la cabeza de Nilsen, y por extensión en el papel, lo que quiere contar. Y de repente, una bomba cae del cielo y todo cambia en el prado para siempre.

La aparición de la bomba, seguida casi de inmediato por un accidente aéreo que deja al piloto aislado en el mismo lugar, perturban una vida tranquila. Los pájaros vivían en el prado una vida sencilla y sin preocupaciones más allá de procurarse alimento y anidar. Por supuesto, hay depredadores de los que huir, y de hecho Nilsen no nos ahorra los aspectos más crudos de la naturaleza. Como en la novela de La colina de Watership, cuyas conexiones con Grandes preguntas ya trató Mireia Pérez en el texto que escribió para el primer número de CuCo, la naturaleza no es idílica ni bonita. No hay ética ni moral en el ciclo de la vida, y su significado es demasiado grande, demasiado terrible, como para que sus protagonistas lo abarquen con su entendimiento.

La clave de Grandes preguntas para mí es ésa: representa como pocas obras que yo haya leído el choque entre nosotros y aquello que no comprendemos. Buscamos desesperadamente respuestas a todo lo que no sabemos, porque lo desconocido nos aterra. Y no importa cuánto avance nuestra sociedad: siempre, siempre, quedará algo que no conocemos, algo que apela a nuestro instinto atávico y que debemos ignorar o confrontar. Las obras que nos obligan a esto último me parecen valiosísimas, y Grandes preguntas entra de lleno en la categoría. Los pequeños gorriones se enfrentan de pronto a la llegada de cosas demasiado grandes para ellos, demasiado complicadas. En su intento por explicar lo inexplicable y sus reacciones irracionales encontramos el mejor reflejo de nuestro modo de enfrentar lo trascendente, lo metafísico. No es difícil ver en las reacciones de los gorriones las diferentes formas en las que los humanos  interpretamos lo divino y damos forma a la religión, sin saber muy bien cómo —en ello abundan Ng Suat Tong y Santiago García, en sendos textos que enlazo al final de éste—. Charlotte sigue un impulso irrefrenable ante la bomba: no la entiende, no sabe qué es, pero no puede evitar custodiarla, porque viene de un lugar desconocido. Y lo mismo les sucede a todos los gorriones que la siguen, sobre todo Betty, que ve o cree ver a los muertos.

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Los seguidores de Charlotte mueren con ella cuando la bomba explota, pero para entonces ya hay otros dos dioses en escena: el piloto accidentado y el idiota, el hijo o nieto de la anciana que vive en la casa del prado, que, cuando ésta muere, no puede hacer otra cosa que vagar por el campo. El primero es un dios colérico, el segundo es un dios sordo. Ninguna de las dos condiciones impide que los pájaros, fascinados, organicen cultos a su alrededor, les hagan ofrendas, los protejan y hasta combatan entre ellos por su causa. Y cuanto más violento es el piloto o más inconsciente el muchacho, más fuerte es la fe de los gorriones, aunque siga siendo igual de incomprensible para ellos: siguen una pulsión que no pueden controlar.

Y luego hay dos gorriones con trayectorias muy interesantes. Uno es Algernon, que se mantiene al margen de todos estos movimientos y busca a su pareja desaparecida. Herido, entra en contacto con un personaje fascinante: la serpiente. Sabia, como corresponde a la visión que de ella se tenía en la antigüedad, la serpiente sabe lo que los gorriones ignoran. Su conversación con el búho me parece una de las secuencias más impresionantes de Grandes preguntas, y quizás sea mi favorita.

El otro gorrión que se aparta de la masa es Curtis. Como a Algernon a él le mueve el amor, en este caso a Betty, pero no entiende el revuelo que se monta alrededor de la bomba o el piloto. Curtis representa, quizás, el agnosticismo en su vertiente más sencilla: “Hay comida y comes. Necesitas refugio y te construyes un nido. El mundo ya es bastante complicado sin necesidad de inventarse razones mágicas para las cosas”. Para Curtis, lo de Charlotte es un desvarío que ha llevado a la muerte a sus compañeros, y el hecho de que no se sepa de dónde ha salido lo que algunos gorriones creen un huevo gigante no implica que Charlotte tenga razón.

Con calma, dedicándole a cada cosa las páginas que necesita, Nilsen avanza entre conversaciones teológicas, muerte y violencia, construyendo poco a poco el camino hacia uno de los clímax más espectaculares que he leído jamás en un tebeo, hermoso y terrible como sólo la muerte lo es, una secuencia que, en el momento exacto, ataca a las tripas del lector y deja sin aliento hasta que deja de sonar la pistola del piloto, y la serpiente hace lo que debe y mata a dios.

Uno no se encuentra todos los días con una obra así, y de hecho se pueden contar con los dedos de las manos las que afectan tanto, las que pasan a formar parte de la mitología personal. Explicamos el mundo a través de las ficciones, y a lo largo de la vida vamos adoptando unas cuantas en las que nos sentimos más reflejados. Grandes preguntas es una ficción poderosa, pero nunca pierde cierta ligereza, gracias a la cantidad de espacios en blanco que deja el dibujo de Nilsen —quien no dibuja viñetas, por cierto— pero también a los diálogos, muy mundanos y hasta vacilones en algunos momentos. En ese equilibrio está parte del secreto de este tebeo; el resto permanece oculto, encriptado en esas grandes preguntas que nunca contestaremos.

Más sobre Grandes preguntas:

Alberto García Marcos lo reseñó en Entrecomics.
Santiago García también escribió sobre él en Mandorla.
Ng Suat Tong escribió un interesante artículo para The Hooded Utilitarian.


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