La muerte rosa de Jaume Pallardó

Que la lectura de una obra no puede desligarse del contexto histórico en el que se se está leyendo es una obviedad, pero conviene recordarlo de vez en cuando. Por supuesto, existe el contexto original, en el que esa obra fue concebida, pero también el de sus interpretaciones, que pueden revalorizarla o hundirla en el olvido. No hace mucho, Santiago García y Javier Olivares me comentaban en una entrevista cómo había ido cambiando el valor y el mensaje interpretado de La Iliada, pero encontramos otro ejemplo clásico en La vida es sueño de Calderón de la Barca, un drama teatral que nunca volvió a leerse de la misma forma tras pasar por la visión del Romanticismo.

Abro la crítica de La muerte rosa (Che Books, 2018-2019) de Jaume Pallardó —uno de los responsables del fanzine Colorcarne— con esta reflexión porque este mismo proceso se ha producido de un modo vertigionoso —y hasta un poco temible— con esta «novela gráfica en dos partes» que leí hace unos meses, en lo peor de la pandemia provocada por la COVID-19. Resulta increíble cómo un cómic que un año antes habría leído como una historia de ciencia-ficción especulativa más  se ha convertido en una poderosa herramienta de reflexión sobre cómo está transformando la sociedad la situación sanitaria actual. No quiero decir con todo esto que La muerte rosa carezca de valor por sí misma: incluso en su contexto original y bajo la intención original de Pallardó es una interesante obra del género, con inteligentes reflexiones y una capacidad proyectiva brillante y, como vamos a ver, acertada. Como dibujante, Pallardó tiene un estilo claro y sencillo, con composiciones directas y un trazo suelto muy agradable, que le permite representar un mundo aséptico y semivacío de una forma coherente. La edición de Ediciones Contrabando, tiene una calidad aceptable, aunque es una pena la presencia de algunas erratas en los textos y errores de puntuación, que supongo que en ediciones posteriores se podrán solucionar.

La premisa resultará familiar: una enfermedad altamente infecciosa, que se transmite por el aire, atacó a la humanidad hace unas décadas. Como resultado de ello, la población mundial se vio severamente reducida. Nunca se profundiza en el origen de la enfermedad, porque, en realidad, no importa demasiado: lo importante son las consecuencias sociales y políticas. Y es aquí donde Pallardó se muestra tan certero que, leída en 2020, la obra sorprende y asusta por igual. Las primeras inferencias lógicas del autor ya se muestran preclaras: apenas hay ancianos, hasta el punto de que hay gente que nunca ha visto uno, y gran mayor parte de la población está formada por huérfanos que se han criado en instituciones públicas. La gente vive en casas individuales, muy separadas entre sí, y la vida social se limita a todo lo que puede hacerse online, a visitas contadas a casas de amigos y a excursiones a centros de multiocio que luego comentaré, ya que su análisis resulta de gran interés. La situación, evidentemente, resulta una hipérbole de la actual, pero permite paralelismos y reflexiones muy valiosas, porque, más allá de que la enfermedad sea mucho más letal e incontrolable en esta ficción que el coronavirus de nuestra realidad, sus consecuencias no están tan lejos, y tampoco sus símbolos: el traje de aislamiento que tiene que llevar todo el mundo en La muerte rosa cumple la misma función que la mascarilla que hemos de llevar nosotros, por ejemplo. También veremos controles de temperatura en la entrada de lugares de ocio, y desinfecciones con líquidos y baños de gases, todas ellas escenas igualmente cotidianas hoy. El protagonista es profesor, e imparte clase online desde casa, de forma que podemos verle en escenas más que familiares. La consecuencia de ese cambio en la educación es lógico: el trabajo se precariza totalmente. De hecho, en un momento del segundo libro, «Desnudos», ante la posibilidad de que las redes se abran de nuevo —después de la pandemia, las sociedades se aislaron completamente unas de otras en pequeños núcleos—, se prevee una competencia atroz entre todas las empresas que se dedican a la educación telemática.

Hay más cuestiones que, vistas hoy, resultan más que plausibles si imaginamos qué pasaría si una crisis como la actual se prolongara durante décadas, a tenor de lo que ya está pasando: la gente, en general, tiene problemas para relacionarse con los demás, tienen un punto raro a veces, salvo con amigos muy íntimos, porque, simplemente, es gente que ha crecido sin que fuera normal tocarse con otra persona cuando apetezca. Desde que estallara la pandemia de la enfermedad rosa, muchas personas han estudiado ingeniería o medicina, hasta el punto de que estas dos profesiones han desplazado al tradicional espectro ideológico y constituyen los dos partidos políticos más importantes, que se alternan en el poder. La tendencia contemporánea a pasar cada vez más tiempo en los centros comerciales aquí se ha multiplicado y, en este futuro, existen los ya citados centros de multiocio, espacios profilácticos y seguros, inofensivos, donde se realizan actividades inanes y se reproducen lugares y estéticas del pasado: la ornamentación clásica y kitsch de uno de esos centros contrasta significativamente con la estética sucia, real, de un espacio abandonado que algunas personas han okupado y decorado con códigos del arte urbano del pasado. Ese espacio libre del control gubernalmente solo subraya la ya de por sí evidente blandura de esos espacios que ofrecen experiencias a gente que apenas las tiene, de un modo calculado y carente de alma, porque remiten a actividades y prácticas que la mayor parte de los participantes nunca vivieron.

Las cuestiones politicas son las que ofrecen el análisis más jugoso y, al mismo tiempo, espinoso. No solo por la existencia de ciudades para ricos, más seguras, de las que se expulsa a aquel que comete una infracción o es pobre, y ciudades de segunda, para aquellos que no alcanzan el nivel económico exigido. Además, involuntariamente, la obra refleja dilemas éticos y sociales que están ahora mismo sobre la mesa, pero lo hace desde puntos de vista inesperados. En primer lugar, la ficción pone en duda, no de forma directa pero sí a través de varios personajes, el autoritarismo del gobierno. A causa de la pandemia, o poniéndola como excusa, el estado ha virado a una forma autoritaria que impone férreos controles a la vida personal y sanciones duras a quienes incumplan las normas sanitarias, hasta el punto de que aquellos que las pongan en duda tienen muchas posibilidades de ser detenidos en pro del bien común. Lo que muestra esta ficción y que evidencia, igualmente, la situación actual, es que si la doctrina del shock puede triunfar en algún escenario, este será el de una emergencia médica. Resulta fácil oponerse a que recorten nuestras libertades si se hace para que un partido político se mantenga en el poder, o para que una élite conserve su statu quo, pero, ante un riesgo para nuestra salud, ¿hasta dónde estamos dispuestos a llegar en nuestra renuncia a la libertad? ¿Cuánta información de nuestra vida privada vamos a ceder, cuántas normas excepcionales vamos a acatar? ¿Durante cuánto tiempo? Hoy se construye un relato en el que lo sensato, lo cívico, es hacer esos sacrificios y cumplir con las medidas que impone el gobierno, mientras que los malos son quienes desafían esa autoridad o inventan complicadas teorías conspirativas sobre dichas imposiciones. No entro a valorar moral o éticamente ahora; solo intento describir el escenario. La verdad es que no hay mucho margen de maniobra, porque hay una razón de peso, algo que está por encima de ciertos derechos, que provoca la muerte y que cambia por completo el equilibrio entre libertad y seguridad, pero también cambiaría, a largo plazo, tanto nuestra forma de vivir como la de gobernarnos y de organizarnos como sociedad.

Lo que viene a evidenciar La muerte rosa de forma tan inteligente es que antes de la pandemia, al leer una ficción sobre esta temática, nuestras simpatías estarían con los personajes que cuestionaran el discurso oficial y el autoritarismo del gobierno, porque, al menos desde cierta posición ideológica, tendemos a desconfiar de ese tipo de sociedades distópicas: rara vez un gobierno no tiene un lado oscuro en la ciencia ficción. Pero lo que quizás resulte más peliagudo es que, en esta historia, también hay negacionistas que consideran que todo es un plan gubernamental, pero, de un modo muy sutil y medido, aunque de entrada parece que son un grupo de pirados o provocadores, poco a poco se irán viendo indicios de que, en efecto, el virus podría no existir: no les pasa nada malo aunque se quitan los trajes y retozan unos con otros, por ejemplo. En el segundo libro, poco antes del clímax, y una vez que el protagonista ha tomado contacto con el grupo negacionista conocido como El Prisma, el desdichado tiene un accidente que lo expone al virus mortal. Sin embargo, no hay ni rastro en su organismo cuando le hacen pruebas, y por lo que dice el veterinario que lo atiende —pues ir a un hospital convencional podría traerle problemas— nunca ha tratado a nadie que diera positivo. Aquellos que en estos momentos consideramos locos, irresponsables o malintencionados —porque suelen ser una de las tres cosas— en La muerte rosa tendrían razón, básicamente. El virus parece estar erradicado, si es que alguna vez existió, pero los poderes fácticos han conseguido configurar una sociedad de personas totalmente dóciles, cuya máxima transgresión es cultivar verduras en casa sin que nadie lo sepa —la comida natural está prohibida, pues puede transmitir la enfermedad—, y que ni siquiera sueñan con rebelarse contra un gobierno autoritario que apela al bien común y no le tiembla el pulso al eliminar a disidentes.

El final, de ritmo medido y un despliegue gráfico a la altura de una historia tan bien planteada, parece indicar que más que eliminar a personas contagiadas, el gobierno liquida a aquellos que han estado en situación de riesgo y, por tanto, probablemente lleguen a la conclusión de que todo es un montaje. Y así, como la guerra contra Eurasia de 1984, la pandemia sirve de eterno pretexto para seguir manteniendo a la población bajo un régimen prácticamente policial.

Por supuesto, no es que Pallardó ponga en duda la existencia de la COVID-19, no tiene una bola de cristal; los paralelismos entre sus libros y la realidad ha sido coincidencia, aunque también es justo decir que la relevancia de su lectura se debe exclusivamente a su inteligencia como autor. Sin embargo, las cosas son mucho más complejas si asumimos que la pandemia del coronavirus es real. De hecho, creo que estamos en una situación muy difícil, nueva para prácticamente todos, en la que la falta de referentes en la historia reciente nos dificulta mucho posicionarnos en función de nuestros valores, precisamente porque son estos los que están en cuestión. Es de suponer que pronto habrá quien teorice sobre todo esto y se analice bien la parálisis que provoca una pandemia, esta situación irresoluble en la que nuestro libre albedrío se ve limitado por una amenaza tan grande que no cabe el debate acerca de si deben primar nuestras libertades individuales, si a uno le queda algo de empatía y preocupación por los demás. Entre la adhesión inquebrantable al gobierno y la conspiranoia desquiciada debería haber una zona donde la crítica y el análisis personal tuviera cabida sin ser sospechoso de nada por ejercerlos, pero, al final, la gran mayoría de la gente asume que hemos de obedecer y ceder una parte de nuestra libertad habitual, al menos por el momento, incluso aunque no estemos de acuerdo con algunas medidas. La muerte rosa viene a demostrar que la ficción tiene mucho que decir en una situación como esta, pues con su proyección de futuro de una situación análoga a la que atravesamos, nos permite establecer el debate sobre autoritarismo, seguridad y libertad. Las cosas seguirán siendo igual de complicadas después de leerlo, pero, al menos, nos habremos planteado problemas que, tal vez, permanecían ocultos, ensombrecidos por el miedo.


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