España una, grande y libre, de Carlos Giménez e Ivá.

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A estas alturas a ninguno de los miles —qué digo miles: millones— de lectores que tiene este blog debería sorprenderle mi admiración por don Carlos Giménez, al que considero con total justicia el mejor autor que ha tenido y tendrá en mucho tiempo el tebeo español. Hay mejores dibujantes, pero no mejores autores. Nadie como él ha creído en la capacidad del medio para tratar cualquier temática, para abordar cualquier argumento; nadie como él ha hecho avanzar la historieta, a base de crear recursos y sobre todo de ser firme en su profesión. Todos —o casi— coincidiremos en las grandes obras de Giménez: Paracuellos, Los Profesionales, Barrio. Hoy, sin embargo quiero acercarme a otra.

España una, grande y libre es un tomo excelentemente editado por Glénat, que ha realizado y realiza aún una labor imprescindible de recuperación de toda la obra de Giménez, impulsada por Joan Navarro, que, le joda a quien le joda, es uno de los mejores editores de cómic que tenemos —y no hay muchos más que le acompañen, no—. Este tomo recopila tres cuadernos que a su vez recopilaron a finales de los años setenta las historietas aparecidas entre 1976 y 1977 en la revista El Papus. Giménez trabajó en ellas al alimón con Ivá, un autor cuya prematura muerte en 1993 convirtió en leyenda. Ivá y Giménez son los dos autores más combativos, los más militantes y rabiosos que hemos tenido. Ivá, en su más genial creación, Makinavaja, se atrevió a hacer y decir cosas para las que hacen falta, ciertamente, tenerlos bien puestos. Eran otros tiempos, unos que deberían hacer sonrojarse a los responsables de El Jueves actual, convertido en una revista light para veinteañeros que quieren leer chistes de i-pods —y conste que me gustan varios autores de El Jueves.

Pero acercarse a las revistas satíricas de los setenta es otra cuestión muy distinta. El Papus, Hermano Lobo y El Jueves fueron lo que debe ser la prensa de sátira política: salvajes, duras, arriesgadas. A El Papus la extrema derecha le puso una bomba en sus oficinas. No era una broma: el autor de estas revistas sabía que se la jugaba.

Por eso leer hoy estas pequeñas historias de Ivá y Giménez tiene tanto valor. Porque narran desde un punto de vista incómodo la Transición, ese proceso tabú que nadie puede osar criticar. La Transición fue modélica, y PUNTO. La Constitución del 78 es un texto sagrado, los hombres que participaron en el proceso, santos varones sin excepción alguna. La clase política no remueve la mierda; la historiografía, menos de lo que debería. Las heridas están demasiado abiertas como para revisar, a «sólo» casi cuarenta años vista, un proceso que disto mucho de ser modélico. La Transición fue complicada. Su mayor logro es, eso es cierto, llegar a la democracia sin desatar otra guerra civil, pero se pagó el precio. Por el camino quedaron cadáveres, reales y metafóricos. Hoy no interesa recordarlos. Políticos de uno y otro signo señalan la ejemplaridad del proceso, que dicen es único en Europa, y la sociedad en su conjunto no parece particularmente interesada en él. Antonio Martín, estudioso del tebeo e historiador, habla en el prólogo de este libro de mala memoria voluntaria por parte de los españoles: es una certera definición. No interesa salirnos del cliché, no interesa negar, o por lo menos poner en duda, ciertos pilares básicos de nuestra democracia. El rey siempre tuvo vocación democrática. Los dos bandos supieron dejar a un lado sus rencillas y trabajar juntos como buenos hermanos. Gracias a eso hoy tenemos el mejor de los sistemas posibles. Y punto.

Por eso es tan necesario, hoy, recuperar la visión de Giménez e Ivá. Aprovechando la inmediatez de una revista semanal, ambos plasmaron su visión del proceso en historietas de dos, como mucho cuatro páginas. No es el mejor trabajo de ninguno de los dos. Poco importa. Ante obras de esta índole, los criterios artísticos deben pasar a un segundo plano. Lo que aquí importa es que se estaba utilizando, por fin, el cómic como herramienta de crítica y análisis de la sociedad y de la actualidad política de su momento. Lo hicieron desde un posicionamiento político que jamás ocultaron. Sin pretender ni aparentar objetividad, Ivá y Giménez hicieron crónica de la Transición sin morderse la lengua ni respetar a nadie. Se ponen de parte de la víctima, del trabajador explotado, del español de a pie que nada decidía sobre lo que estaba pasando. Se exponen de manera cruel y descarnada, con un humor satírico despiadado y sin pizca de amabilidad, las miserias del «proceso modélico y pacífico». El abuso de autoridad en las cárceles y comisarías, la manera en la que los de siempre sacaron tajada económica, los políticos que acaparaban los focos mientras tantos seguían encerrados por sus ideas políticas: la crónica subterránea, el testimonio incómodo pero necesario de la Transición, el legado imprescindible para que hoy, de una puñetera vez, comencemos a plantearnos qué se hizo bien y qué se hizo mal entonces para que en pleno 2010 aún existan partidos falangistas legales, para que ciertos ayuntamientos echen balones fuera cuando se les exige que retiren estatuas de hijos de puta, o que se monte la que se monta por no retirar símbolos católicos de escuelas públicas.

Ivá era un descreído, un ácrata pesimista que nada esperaba, ya entonces, del futuro. Giménez era un luchador, un hombre de izquierdas, un comunista cuya militancia, no obstante, no fue óbice para que fuera duro también con «los suyos». Juntos forman una simbiosis perfecta para lo que se propusieron. Yo, me temo, estoy más cerca de Ivá. A veces sus historias se apegan menos a la realidad y se adscriben al lugar universal que es la lucha entre opresor y oprimido, entre, si se prefiere, capital y obrero. Otras abordan hechos concretos de su inmediata realidad, otras recurren a alegorías históricas o futuristas para denunciar su presente. Otras, ni siquiera hacen humor. Son historias duras y desoladoras, negrísimas. Puros gritos de rabia fruto de un momento de furia y de impotencia ante lo que estaba pasando, algo que ambos, visionarios, sabían que se enterraría y que el tiempo haría olvidar a la sociedad, que, pasada la tormenta, no querría saber nada de mártires y se abandonaría en la inopia consumista. A veces parecen esperanzados —tal vez, cuando Giménez «toma el control»—, o al menos, confiados en la fuerza anónima que seguirá luchando siempre por la justicia. Otras, las más, la desconfianza en el ser humano se adueña de las páginas, y dejan al lector con el estómago revuelto y la certeza de que ciertas cosas siempre serán iguales, y que todos somos, en esencia, igual de cabrones. Historias como Amnistía, Queda Carmona, Un muerto, dos muertos, tres muertos… o Esta noche, libertad, suponen un duro golpe a la buena conciencia y a la tranquilidad artificialmente inoculada con el paso de los años. Son parte de la historia real, son un testimonio no sólo de los hechos sino del desaliento que también existió en aquellos años en los que, de nuevo porque hoy interesa pensarlo así, parece que todo fueron esperanzas, fiestas de la democracia y altos ideales. Por eso me parece genialmente dura Pasado imperfecto de indicativo, quizás la mejor historia del tomo, en la que un anciano que acude a votar por primera vez rememora toda su vida luchando contra el fascismo, y sin un ápice de alegría deposita la papeleta en la urna. «Me ha sabido a poco», contestará cuando un amigo le pregunte por la experiencia. Simplemente brutal.

Decía antes que los valores artísticos eran lo de menos; que esta afirmación no sirva para minusvalorarlos, porque sería un error. Aunque tenía aún un gran margen de mejora, Giménez era ya un enorme dibujante de las emociones y los sentimientos. La expresividad de sus personajes puede que no tenga parangón en el cómic español: sabe retorcer, deformar, afilar el trazo, dejar en carne viva y atravesar así al lector, que no puede jamás quedarse al margen o no participar de lo que está leyendo. Giménez te envuelve, te obliga por huevos a no permanecer como un frío observador imparcial de la realidad. Él toma partido, y quiere que tú lo tomes también. Sus pequeñas viñetas componen historias que, ya sea sin apenas textos o saturadas de los mismos, suponen un manual de cómo manejarse en diferentes registros y alternarlos con soltura y eficacia. Partiendo del uso impecable de un blanco y negro absoluto, sin grises y conscientemente contrastados entre sí, la caricatura más icónica se mezcla con un dibujo realista, que incluso se plasma en retratos de personajes totalmente reconocibles. Sus composiciones de página son, en líneas generales, simples y funcionales, pero también se permite algún experimento genial que prefigura ya sus obras contemporáneas —con una libertad formal sólo posible desde el total dominio de las herramientas del tebeo y toda una vida dedicada a él— y que recuerda a lo que hacía en obras como El miserere. Pienso, por ejemplo, en la simetría de la ya mencionada Pretérito imperfecto de indicativo, donde juega con los planos fijos acercándolos y alejándolos como el maestro que es.

Hoy en día serían inconcebibles historias así. Hay excelentes cronistas gráficos en periódicos y revistas, pero pocos se atreven a tanto como se atrevieron Giménez e Ivá. Fueron osados, fueron lo que hubo que ser. Rescataron para siempre una parte de la historia que no podemos olvidar nunca. Incluso aunque sea ésta una batalla perdida —que lo es, de eso estoy tristemente convencido—, ahí queda España una, grande y libre, para el que quiera conocer otra versión de la Transición, menos autocomplaciente, más desagradable, pero imprescindible para entender por qué estamos todavía con estos pelos a estas alturas de la fiesta. Una obra honrada a la que sólo puede achacársele la precipitación que exigía la inmediatez, y el hecho de que sea necesario un contexto histórico para entenderlas y valorarlas: está por hacerse el estudio crítico que se merece. Todo se andará.


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