Tibirís, de Arnau Sanz

Que el cómic es un vehículo extraordinario para la recuperación de la memoria —memoria histórica, sí, pero también familiar, personal…— no es ningún secreto a estas alturas. Sus herramientas permiten una gran variedad de aproximaciones a nuestro pasado, desde la más general e histórica a la íntima y particular. A este último grupo pertenece Tibirís (Trilita ediciones), el nuevo libro de Arnau Sanz, un autor cuyos anteriores trabajos me habían parecido más que notables, especialmente Tito (AIA, 2016), un espontáneo diario personal, y Llavaneres (De Ponent, 2015), donde ya anticipaba de alguna forma este último trabajo, rememorando los veranos infantiles en la casa del pueblo. Pero sí aquí buceaba en sus propios recuerdos, lo que intenta en Tibirís es más complicado: se trata de sumergirse en los recuerdos remotos de sus abuelos, en una aproximación a la historia de España, en concreto a la posguerra, desde la tercera generación.

Todo nace de un personaje, el tío de su abuela, que vivió con la familia. Era homosexual y se cocinaba su propia comida aparte del resto, con un fogoncillo, en su cuarto. Esa imagen, por algún motivo, fascinó a Sanz y le movió a dibujar este cómic. Este familiar, llamado por sus parientes cercanos Tibirís, aparece más bien como una presencia etérea en las páginas del libro, con protagonismo sólo en secuencias concretas. Porque a pesar de que lleve su nombre, Tibirís es más bien una recuperación dispersa y sin vocación sistemática de la memoria de sus abuelos, niños de posguerra que pertenecían a familias humildes y que recuerdan el hambre y el frío, aunque también haya buenos momentos, por supuesto.

Sanz construye su obra centrándose en lo subjetivo: las emociones, lo íntimo, las pequeñas cosas que son, en realidad, las que persisten en nuestra memoria. Escoge dibujar las historias o impresiones que sus abuelos le cuentan desde el presente, en conversaciones informales que mantiene con ellos en su casa, mientras su abuela cocina o su abuelo lee el periódico. No comprueba sus historias ni las contrasta con fuentes históricas, porque el relato no pretende constituirse en fresco histórico: es como un álbum de fotos familiar, donde el recuerdo tiene más peso que el hecho histórico, que, por otro lado, no es exactamente la verdad. Para reforzar esa intención, escoge un estilo de dibujo muy suelto, de líneas irregulares y mínimas, esquemáticas, que completa con tonos azules de acuarela. El pasado se evoca, así, no a través de una documentación exhaustiva o la recreación minuciosa, sino mediante lo puramente emocional: el pasado es un espacio etéreo, onírico e indefinido, tonos azules que se nos escapan entre los dedos.

Todo el trabajo trasluce el cariño que Arnau Sanz le tiene a sus abuelos, y una curiosidad natural por conocer cómo vivían cuando eran jóvenes, a veces algo ingenua. No se cargan las tintas en los aspectos más negativos, quizá porque sus propios abuelos no lo hacían, pero la ignorancia y el miedo están siempre presentes, de un modo u otro. La primera menstruación de su abuela, que ni sabía qué era aquello, el miedo a los sacerdotes, que amenazaban con la culpa constantemente, la vergüenza ante el sexo, que era algo indefinido… Pero también el clasismo social, que hizo que, en primera instancia, el bisabuelo de Sanz rechazara a su abuelo como novio de su hija. Y, desde luego, la marginación de Tibirís, siempre en un segundo plano, siempre silenciado, hasta el punto de que, tras su muerte, su historia completa se ha perdido. Sólo nos quedan retazos, impresiones, algún dato, como su afición al cabaret o su gusto por ayudar a los enfermos en un hospital de monjas.

Como muchos otros homosexuales durante el franquismo, a Tibirís se le impuso el silencio y la invisibilidad, bajo riesgo de ser duramente represaliado por su condición sexual. Sanz se pregunta con frecuencia, qué haría el tío de su abuela, qué sentía, cómo vivía su vida. Pero no queda gran cosa, más allá de vaguedades: «era muy bueno». Ante eso, sólo queda el intento de recomponer las piezas que se pueden conseguir, pese a las dificultades. Escribe Arnau Sanz: «Sinceramente, se me hace muy difícil suponer cosas sobre gente que solo he conocido a través de mis abuelos de noventa años». Asumiendo esa dificultad, el autor es aún capaz de armar una obra de calado psicológico, de detalles emocionales que dejan huella, con una estructura fragmentada que refleja muy bien cómo funciona la memoria. Es uno de los libros más maduros de un dibujante que no para de progresar.


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