Fearless Colors, de Samplerman

Hubo un tiempo en el que los comic-books norteamericanos eran un espacio libre donde los conceptos más osados y extravagantes llenaban páginas de cuatricomía desatada, elaboradas por artistas que, bajo una pátina de infantilismo, subvertían los valores artísticos y sociales de su época. La frase anterior es, por supuesto, mentira. El mercado del comic-book en los años 40 y 50 se parecía mucho más a una factoría de producción en cadena donde editores caprichosos y ávidos de dinero rápido mandaban sobre plantillas de dibujantes y guionistas que aspiraban a trabajos más reconocidos, y que bastante tenían con llenar las páginas suficientes de material formulaico para poder pagar las facturas a fin de mes. Me temo que la subversión estaba muy lejos del común de autores involucrados en este mercado. Pero una posición tan tajante también es, en cierta medida, falsa: claro que hubo autores —Basil Wolverton que estás en los cielos— que sabían muy bien qué estaban haciendo, qué droga les metían en el bocadillo a los incautos niños de los 50. Y mucha lisergia involuntaria, mucho argumento loco, mucha truculencia motivada por la falta de reposo, las prisas y la necesidad de sorprender, de llamar la atención en un quiosco saturadísimo de papel de pulpa. Basta encontrar una selección de las que en España publica Diábolo, por ejemplo, Four Color Fear (2011), para encontrar páginas muy bizarras. Pero la selección de la muestra distorsiona el análisis, igual que lo hace la forma en la que se viralizan, descontextualizadas, infinidad de viñetas de esas publicaciones —existen, por ejemplo, numerosas cuentas de Twitter que se dedican a ello—. Está claro que si esa estrategia funciona es porque existe algo crudo y magnético en esos tebeos que nos resulta atractivo hoy, por cómo contrasta con los gustos actuales.

Pero ¿están aquellas historietas condenadas a ocupar un hueco en el cajón de lo vintage? Creo que no, o, al menos, no en los casos de mayor impacto. Y cuando digo impacto no me refiero sólo a la calidad, sino a la anarquía, a la extravagancia y a la influencia en las mentes infantiles. No es casualidad que gran parte de la revalorización de este tipo de cómic se deba a la reivindicación que de él han hecho grandes figuras del cómic contemporáneo como Art Spiegelman, Daniel Clowes o Charles Burns —en su Vista final (Reservoir Books, 2018) los viejos tebeos románticos tienen un papel central—, o jóvenes autores que ni siquiera leyeron en su infancia aquellos títulos, como es el caso de Benjamin Marra, un autor en el que se aprecia de forma muy clara la mitificación del pasado de los cómics. Vuelvo a la pregunta del comienzo de este párrafo y añado: ¿hay otra forma de actualizar este material que no sea la literalidad nostálgica, el revisionismo más o menos irónico o el comentario metarreferencial? Hoy podemos decir que existe, al menos otra vía: la de Samplerman.

Este autor francés, de nombre real Yvan Guillo, ronda los cincuenta años, por lo que no pertenece a la hornada de jóvenes dibujantes que están conociendo ahora los comic-books de la edad de oro, pero tampoco es suficientemente mayor como para que formen parte de su educación sentimental. Su conocimiento de ese material se debe a su contacto a través de internet y de su exploración de las webs donde coleccionistas de todo el mundo suben las viejas revistas libres de derechos. Guillo hacía sus propios cómics, a veces surrealistas y absurdos, pero un hallazgo casual que hizo a modo de experimento se convirtió en el proyecto Samplerman y en una vía de exploración de las posibilidades del medio inédita.

Lo que Samplerman hace es recurrir a los comic-books y usarlos como materiales de construcción para sus propias piezas. Podríamos hablar de apropiacionismo, de alguna forma, aunque el tratamiento que hace no pasa por una descontextualización exactamente, ni existe, claro, un trasvase artístico a otro medio, si bien la publicación original de sus páginas en internet sí implica muchas cosas en cuanto a como se percibe y valora la obra. Porque, en primer lugar, lo que hace Samplerman es subrayar la reevaluación actual que de estos comic-books se hace, para considerarlos arte —popular, pop, o arte a secas—, una percepción que, obviamente, no estaba en la mente de sus lectores, pero tampoco de los autores. Samplerman tiene un discurso intencionadamente artístico —habla de cómo se pone a trabajar sin un plan determinado, «en trance», dejándose llevar—, desde el respeto y la fascinación por las historias originales, pero lo que hace dista mucho de ser un mero homenaje o revisión.

En el libro que el año pasado coeditaron Ediciones Valientes, MMMNNNRRRG y Kus!, Fearless Colors —que parece contestar, voluntariamente o no, al del volumen recopilatorio antes citado—, Samplerman devuelve a su soporte original el material original, tras su procesado y publicación previa en internet. De hecho, el libro utiliza un papel poroso, perfecto para reproducir la cuatricomía de puntos que caracterizaba esos cómics, y que es un elemento fundamental, tanto en ellos como en las páginas de Samplerman. Las técnicas que sigue para trabajar son estrictamente digitales, y tienen que ver con el collage, pero también con la copia y el pegado una y otra vez de elementos, texturas o formas, lo que genera un efecto fractal muy característico de sus páginas. También existe un evidente horror vacui que se multiplica cuando Samplerman disminuye el tamaño de sus figuras para reproducirla hasta el infinito. La mayor parte de sus piezas pueden considerarse abstractas en un grado u otro. A veces toma formas indefinidas o elementos aislados que, al ser reproducidos hasta el paroxismo, forma volúmenes y geometrías que acaban por constituir verdaderas arquitecturas. En otras ocasiones, las figuras humanas o determinados objetos son los protagonistas de la composición, pero su multiplicación acaba por generar un extrañamiento, una distancia que hace que no los percibamos como objetos, sino como formas puras, reflejadas como en un caleidoscopio.

Lo que opera aquí es, principalmente, una maniobra que potencia la cualidad salvaje y bizarra de aquellos cómics por una vía inesperada: la puramente estética. Estas páginas fascinan por su impacto visual, por la locura de sus formas y el proceso intuitivo y desordenado de Samplerman, que hace que todo degenere en un caos maravilloso. No hay aquí, por supuesto, una historia en su sentido estricto, porque la mezcla de elementos de diferentes historietas no busca eso, sino la secuencia puramente gráfica. Aunque a veces haya algún personaje rompiendo la composición fractal —a veces, incluso podemos reconocer quién es su autor—, es un ejercicio eminentemente lúdico y sensitivo.

Existe, sin embargo, otro tipo de historia, más vinculada a los procesos creativos del surrelismo y el dadaísmo. En estas piezas, mediante collages más convencionales, Samplerman combina escenarios, personajes, elementos y globos de diálogos de varias historias diferentes para generar un relato nuevo, con una (i)lógica onírica y mucho humor, especialmente en la forma en la que los diálogos —muchos extraídos de tebeos románticos— se relacionan con los personajes o se contestan unos a otros. El proceso no es, por tanto, inconsciente, pero sí se intuye que no hay una planificación previa. Sin ser tan deslumbrantes como el tipo anterior, los efectos que se consiguen también resultan interesantes porque la recontextualización subraya lo raro de aquellos cómics y genera un discurso sobre su valor y sobre los tropos que se manejan, así como de los recursos clásicos del cómic, como los cartuchos que señalan las elipsis —«mientras…», «después…»— y que aquí, dado que no hay un sentido lineal y unidireccional del tiempo, porque no hay relato, tienen un sentido estético y de conexión de elementos yuxtapuestos pero sin una lógica temporal.

El propio autor es consciente de que, desde una perspectiva reduccionista, su trabajo podría verse como algo que no es ya cómic, aunque parta de él. «Depende de lo restrictiva que sea tu definición de cómic», dice. No debería importarnos pero, en realidad, hay en su trabajo una narratividad, y las viñetas establecen una secuencia en la que las imágenes mutan, evolucionan y se multiplican siguiendo una lógica interna, que no es la del relato, sino la de lo visual… Y la de la mente de alguien que está intentando crear algo nuevo a partir de algo viejo.

Los entrecomillados y los datos sobre Samplerman los he extraído de esta entrevista realizada por Frank M. Young y publicada en The Comics Journal, cuya lectura recomiendo para profundizar en el trabajo de este autor.


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