Fulgencio Pimentel ha culminado recientemente la publicación de Arsène Schrauwen con un tercer —y notablemente más voluminoso— tomo, que cierra la trilogía de Olivier Schrauwen. Con ella, el belga no sólo ha entregado su mejor obra, sino que también se ha convertido definitivamente en uno de los autores de referencia de la nueva ola del cómic internacional; quizá el más influyente al margen de Chris Ware. Schrauwen es leído y asimilado por muchos de sus colegas de profesión, pero, como Ware, está muy lejos de ser solamente un dibujante que gusta a los dibujantes; muy al contrario, la odisea que narra en Arsène Schrauwen es universal y accesible para cualquiera.
Esto es así porque, en realidad, Schrauwen está contando una aventura colonial más o menos clásica. Como belga, es algo que está en su memoria colectiva e histórica, forma parte de un determinado imaginario. La intención de narrar la biografía de su abuelo Arsène, de quien aporta una fotografía, podría ser cierta o no, pero lo que, en mi opinión, es irrebatible, es que da igual. De hecho, en este último tomo se hace mucho más evidente que en la narración hay tanto de ficción como de supuesta realidad. Schrauwen puede mezclar ambas sin cortes abruptos porque su dibujo se centra en lo interior, en la mirada subjetiva del personaje. Vemos el mundo a través de sus ojos, de modo que éste es un lugar maleable, blando, con reglas muy laxas. A través de sus ojos ingenuos de europeo, el mundo colonial aparece como un lugar mágico o alienígena —comparte en esto intenciones con Yuichi Yokoyama, entre otros—. Pero no se trata sólo de eso: lo subjetivo alcanza puntos menos obvios cuando nos damos cuenta de que el autor dibuja los elementos en los que Arsène se fija con mucho detalle, mientras que otros, en los que no repara, aparecen desdibujados o dibujados de un modo sintético, como un código icónico convencional. Por ejemplo, esto es evidente en los rostros: si es una persona que Arsène ve de pasada, sólo veremos un círculo vacío en el lugar de su rostro. Tal vez se fije en algún elemento llamativo, un bigote o una barba, y eso será lo único que veremos dibujado. Si, en algún momento, Arsène observa más detenidamente a alguien, entonces sus rasgos aparecerán ante nuestros ojos igual que ante los suyos. Este tipo de percepción subjetiva de la realidad en primera persona y en tiempo real —en realidad, si se supone que Olivier está contando en segunda instancia el testimonio de su abuelo, él ya sabría cómo es tal o cual persona desde el mismo momento en el que aparece—, es un artificio más, un recurso narrativo que nos proporciona una refrescante sensación de inmediatez; pocas veces tenemos, leyendo un cómic, esa sensación de que el mundo se va configurando ante nuestros ojos. Es un intento ambicioso —y exitoso, aunque, en ocasiones, sobre la explicación textual: una vez comprendido el recurso, el lector no necesita recordatorios— de reproducir el proceso de percepción, que es siempre parcial, y nunca completo. Y esto es aún más evidente cuando pisamos el terreno de los recuerdos y los sueños: en ellos, las cosas aparecen incompletas, la gente es uno o dos de sus rasgos, y recordamos sólo lo que nos ha dejado huella, deformado por nuestra mente. El recuerdo de una persona o un lugar nunca es una fotografía, sino un conjunto de sensaciones asociadas a los cinco sentidos, más las emociones que éstas nos evocan.
Las conexiones entre recuerdos y sueños no son casuales. Olivier Schrauwen es conscientes de que ambos son lugares donde la realidad se difumina, pero, al mismo tiempo, donde la realidad puede hacerse hiperreal. Al fin y al cabo, los recuerdos son con frecuencia lo único que nos queda de la realidad pasada… y hay sueños que, con el tiempo, pueden volverse indistinguibles de recuerdos reales. De este modo, Schrauwen no sólo pasa de la realidad objetiva a la subjetiva, sino que añade otro nivel más, porque lo que vemos no es el punto de vista ni la interpretación del mundo de su abuelo: es la representación de dicha interpretación. Representación gráfica, además, con todo lo que ello conlleva en cuanto a simbología e iconografía.
Y, dado que esa representación gráfica es, ante todo, conceptual, debe ser rica en metáforas, símiles y metonimias, como señaló Pepo Pérez en su ensayo sobre la serie. El dibujo no muestra lo que fue, sino lo que se percibió. Lo gráfico revela significados que van más allá de la descripción física, por ejemplo, cuando se compara el pene de Arsène con un pajarito que rompe la cáscara del huevo, y vemos, en la viñeta, así representado su miembro. Huelga decirlo, pero Schrauwen es un excelente dibujante, capaz de sintetizar los elementos mínimos de significado de un objeto o persona. Pero, al mismo tiempo, consigue unos resultados estéticamente impecables. Sus páginas tienen algo especial, un sentido de la unidad y un equilibrio magnéticos. Y su capacidad para impactar, para grabar imágenes en las mentes lectoras es innegable, y tiene que ver, precisamente, con lo psicológico, que nos acaba llevando siempre a lo surrealista. De ahí que el sexo juegue un papel central en la aventura del bueno de Arsène.
Parte de la fascinación que ejercen estas páginas sobre el lector tiene que ver con lo que no sabemos. Es una consecuencia de la mirada subjetiva: Arsène no lo sabe todo; hay muchas cosas que no entiende de un entorno que, para él, equivale a un mundo de fantasía. Lo mismo sucede con los personajes, a los que no entiende, no sabe exactamente qué buscan, o cuál es su papel en todo lo que está pasando, ni siquiera cuando, en este tercer tomo, le pongan al frente de la expedición que va en busca de ese lugar en lo profundo de la selva donde se construirá el parque temático. Como escribe Brian Nicholson en su interesante crítica publicada en The Comics Journal: «cada personaje existe en un espacio entre la figura literaria, rica en vida interior, y el personaje cartoon cuyos comportamientos existen solo para disfrute del espectador». En esos huecos que la historia va dejando es donde puede volar nuestra imaginación, especialmente en lo que respecta a la relación sexual entre Marieke y Arsène, que no se basa en la comunicación de sentimientos, sino en el impulso sexual.
Es llamativo que tras el brillante final del segundo libro, en el que Arsène pasaba por un delirio febril —representado gráficamente de manera excepcional—, ahora, en el tercero, parezca estar en plenas facultades, y dueño de su destino. Por supuesto, es todo una ilusión: Arsène puede haber dejado atrás la enfermedad, pero sigue sin percibir el mundo de un modo objetivo: se diría, de hecho, que la realidad normal, el grado cero, es simplemente otra forma de alucinación, como sucedía al principio de la historia. En el terreno gráfico en el que se mueve Schrauwen, donde nada en el código que emplea nos indica si lo que vemos es realidad o imaginación, todo se mezcla. No tiene sentido, por tanto, cuestionar si la maravillosa secuencia de los hombres leopardo, que capturan a toda la cuadrilla de trabajadores y abusan de ella sexualmente (pp. 83-91), sucedió o no. Este viaje, cuyo círculo parece cerrarse con la vuelta de Arsène a su patria —con imágenes que espejan las que abrían el primer libro—, es una historia, un recuerdo de Arsène, o una invención… Es lo mismo. Y esa idea es la clave para entender y disfrutar de una obra que se inserta en la tradición de la literatura colonial tanto como en la de los viajes maravillosos —a lo Gulliver o el barón de Münchhausen— pero, además, es algo totalmente nuevo, porque los códigos de esos géneros se reinterpretan desde un óptica post-subjetiva, que manipula las mismas bases del lenguaje gráfico para expandir los límites del medio y de nuestra propia percepción. La huella que deje Arsène Schrauwen va a ser muy profunda, al tiempo.
Más sobre Arsène Schrauwen
Mi crítica de Arsène Schrauwen 1
Mi crítica de Arsène Schrauwen 2
Crítica de Brian Nicholson en The Comics Journal
El idioma analítico de Arsène Schrauwen, artículo de Pepo Pérez en CuCo, Cuadernos de cómic n.º 2
Una respuesta a “Arsène Schrauwen III, de Olivier Schrauwen”