Tengo hambre, de Santiago García y Manel Fontdevila.

Cuando leí dos de las últimas novedades de ¡Caramba!, Tengo hambre y El fin del mundo, ambas guionizadas por Santiago García y dibujadas respectivamente por Manel Fontdevila y Javier Peinado, me gustaron y me suscitaron la necesidad de escribir sobre ellas, que es algo que a estas alturas tengo en realidad bastante interiorizado, y que vivo como una extensión natural del disfrute que me supone leer cómics. Pero en este caso la inmediatez me generaba un dilema, ya que ambos cómics contenían una sorpresa final a la que debían buen parte de su gracia. ¿Podía hablar de ellos sin reventar esas sorpresas? Sí, claro, pero no me motiva demasiado escribir un texto en el que simplemente me limite a decir que algo me ha molado mucho, sin poder entrar en pormenores. Y quizá era demasiado pronto para hacer spoilers, aunque, os lo confieso, así entre nosotros, cada vez me importa menos eso, porque entiendo que, bueno, si alguien no quiere saber nada de una obra que aún no ha leído, es su responsabilidad no buscar información, no la mía. Si alguien simplemente quiere saber de qué va un cómic, que acuda al texto promocional de la editorial, ¿no creéis? Yo no puedo escribir un tocho de los míos sin entrar en análisis que algo, siempre, van a destripar. A pesar de eso, sigo avisando cuando se trata de una novedad y el spoiler es gordo, porque pienso en los lectores y también en el autor, pero cada vez me cuesta más hacerlo, la verdad. Yo no me trago ningún spoiler no deseado simplemente porque no leo reseñas y análisis de aquello que no me quiero destripar; los dejo para después.

De todas formas, entre unas cosas y otras, llevo un mes tan liado y con tantas cosas que hacer y escribir que es un debate interno que el tiempo ha dejado sin sentido. El que haya querido leer estos tebeos ya ha podido hacerlo, y ya no tiene sentido reseñar por hacer acuse de recibo, así que procedo a pasármelo bien un rato, primero con Tengo hambre.

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Ya no me cabe duda de que Manel Fontdevila es uno de los autores grandes del momento. Lo lleva siendo desde hace tiempo, y si algo ha impedido ese reconocimiento para quien no está lejos de Max o Gallardo posiblemente sea el hecho de que hace sobre todo humor gráfico. Pero Fontdevila es dibujante de cómics, como demuestra cada día con sus viñetas, que aprovechan toda la potencia del medio que conoce en profundidad y estudia con devoción. Si Super Puta fue una especie de puesta a punto, su particular manera de situarse en las coordenadas del nuevo cómic —Fontdevila nació como autor en un paradigma que se derrumbó al poco de llegar él, y esa circunstancia es algo que creo que ha afectado a muchos autores que han tenido que pasar su particular proceso de readaptación— y No os indignéis tanto fue la confirmación de que Fontdevila ya se había encontrado a sí mismo y sabía qué quería hacer y cómo iba a hacerlo, Tengo hambre constata que, básicamente, alguien como él puede hacer lo que se le antoje. Santiago García, por su parte, cuyo trabajo como teórico es una de mis mayores referencias, también parece haber encontrado en los últimos tiempos la determinación necesaria para potenciar su faceta de guionista y liberarse de cualquier carga que le impidiera ser tan prolífico como podía. Su inteligencia y su capacidad de análisis del medio, que son sus puntos fuertes como guionista, también podrían dar a algunos lectores la sensación de que era demasiado racional y analítico, poco emotivo, que es una cualidad que por sí sola no es ni buena ni mala pero que, en cierto tipo de ficción, parece que se ha convertido en canon. Uno tiene que hacer llorar para ser memorable. Sin embargo, yo creo que hay mucho amor y emoción en lo que García hace, y la pasión que demostró en el guión de Beowulf (Astiberri, 2013) despeja cualquier duda al respecto de si también era capaz de dejarse llevar. En Tengo hambre, que es tan sutil y cerebral como cabe esperar de García, también hay pasión y rabia, pero sobre todo hay algo que sí creo que no siempre demuestra, aunque sea una de sus mejores virtudes: la mala leche, el sentido del humor negro que inocula en pequeñas dosis en otros trabajos, tan pequeñas que a veces pasan desapercibidas.

La manera en la que Fontdevila ha decidido plasmar un guión que en origen estaba pensado para tres páginas demuestra varias cosas, entre ellas que el guión no es nada por sí solo, y que lo que cuenta, lo que importa, es la plasmación del mismo en la obra final. También demuestra que a las historias hay que darle el espacio que piden, y que la densidad narrativa, el contar mucho por página, no tiene nada que ver con la calidad. El cómic tiene sus propias reglas y hay otro tipo de información y de valores a transmitir más allá de una buena historia.

Pero esa forma que ha tenido Fontdevila de articular el cómic, con grandes viñetas y prescindiendo de una plantilla fija para todas las páginas, esa preeminencia de lo gráfico, con sus trazos gruesos de pincel expresionista y rabioso, no deberían ocultar algo fundamental: en realidad Tengo hambre es un relato clásico. Tan clásico que es, en esencia, un cuento popular, con los motivos del índice Aarne-Thompson más a la vista de lo que parece. En esta fábula cruel y aleccionadora hay una bruja o un ogro malo que engaña a los niños confiados para llevarlos a su casita de chocolate y devorarlos, sólo que la posmodernidad y los tiempos que corren han transformado al ogro en un español de orden, a los niños confiados en inmigrantes desesperados, y a la casita de chocolate en un chalé en las afueras. El desarrollo es en su mecánica repetitiva igualmente tradicional. Los tres inmigrantes podrían ser los tres típicos hermanos de cuento: el primero que cae víctima del engaño no lo llegamos a conocer, porque Tengo hambre comienza in media res; al segundo sí lo vemos caer víctima del ogro, y el tercero, el más joven y el más despierto, es el que lo vence, aunque más por suerte que por astucia.

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¿Dónde está entonces la novedad? Como casi siempre, en el punto de vista que adoptan Fontdevila y García para contar esto. En algunas reseñas se ha hablado de los clásicos de EC y del Creepy, y es verdad que su estructura y chiste-giro final remite a esos referentes, pero estoy más de acuerdo con los que recuerdan a Martí al hablar sobre Tengo Hambre, porque veo en ambas algo que las hermana y las inserta en una tradición específicamente española cuyas huellas pueden rastrearse en la literatura desde La celestina y el Lazarillo de Tormes, pasando por El buscón y Don Quijote hasta el esperpento de Valle-Inclán o el tremendismo de los Cela y compañía: la sátira cruel y descreída, el realismo sucio y amoral que dibuja el mundo como un lugar sin esperanza en el que nadie es virtuoso y cualquiera es capaz de las mayores atrocidades para conseguir sus propios intereses. Ésa es para mí la esencia de la literatura española, si es que hay una, o sólo una, y responde también a una voluntad contestataria y crítica con la sociedad y las instituciones que no debemos olvidar. Es algo que en el cómic español no siempre se ha visto, por muchos motivos, pero sobre todo porque durante gran parte de su historia fue un medio destinado a los chavales y sometido a la vigilancia de las autoridades. Pero hay un hilo que une los tebeos de Bruguera con el fugaz underground barcelonés y la revista El Víbora, una crónica social que se va tornando en rabiosa y combativa —y me acuerdo aquí del ensayo de Daniel Ausente y su teoría de las bombas pop en Supercómic (Errata Naturae, 2013)—, pero al tiempo resignada a la naturaleza de la humanidad en general y de los españoles en particular. Lo grotesco está en la mirada, en el espejo deformante con el que Valle explicaba su esperpento. Luces de bohemia reducida a su mero argumento no sería lo que es.

Cuando descubrí la obra de Martí gracias a Atajos (La Cúpula, 2013) de hecho pensé muy pronto en el esperpento y en el realismo sucio. Ahora ha vuelto a pasarme, y es muy significativo, porque si Martí y sus compañeros de El Víbora fueron hijos del desencanto de la postransición y de la crisis económica de los setenta, Santiago García y Manel Fontdevila concibieron su tebeo justo antes de que lo más crudo de la actual crisis comenzara a golpearnos. Que haya sido publicado precisamente ahora, cuando el drama de los subsaharianos en la frontera entre Marruecos y España está alcanzando un punto crítico y cuando el nuestro propio amenaza con devorarnos, sólo le añade actualidad a algo que en realidad siempre la tendrá, porque la perversión es desgraciadamente universal en nuestra historia. Y por eso nuestra ficción está llena de héroes ambiguos, y el único verdaderamente idealista de nuestros iconos literarios era considerado un loco. Respecto a esto los propios autores comentaron en la presentación del cómic que cualquier mala situación tiende a empeorar, y que antes de la crisis en realidad ya estábamos en crisis. Es una postura pesimista, pero yo siempre he pensado que los grandes cínicos son grandes humanistas: para ser cínico las cosas tienen que importarte lo suficiente.

Lo que sí creo que es cierto es que en épocas de bonanza uno se adormila, y quizás en España el cómic, y en general todos los medios, se amodorraron en los noventa. Como decía antes, es posible que todo lo que ahora nos indigna ya estuviera ahí, pero como no nos iba tan mal mirábamos a otro lado, o nos parecía más tolerable. Pero sea como sea, sí tengo la sensación de que el cómic español ha retomado en los últimos años ese camino allí donde lo dejó El Víbora.

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Desde esa visión del mundo y desde esa tradición que comentaba antes no puede caber ni la corrección ni la piedad. Y los personajes de Tengo hambre, como los de los cuentos, no son tanto personajes como los entendemos en la ficción moderna, sino símbolos, arquetipos convenientes. Es por eso que no se busca que empaticemos con ellos y sus actos no se perciben como decisiones individuales sino como perversiones colectivas y sociales. Porque lo que se cuenta es tremendo. El típico hombre español, bajito, rechoncho, calvo y con bigote, que engaña a desesperados inmigrantes subsaharianos para llevárselos uno a uno a un lejano chalet donde los mata, trocea y devora en mangas de camiseta Imperio. Los diálogos son negrísimos: «De tanto trabajar se va a quedar en los huesos», y Fontdevila se recrea en la violencia, y su aproximación caricaturesca lejos de mitigarla la acentúa: es la manera de que esos personajes que en realidad nos son ajenos —porque no sabemos nada de ellos— nos resulten humanos y cercanos cuando deben serlo. Por eso nos perturba más ver la manera en que la víctima se salva. Porque no es sólo que el último de los chicos mate al macho ibérico en legítima defensa —usando para ello los restos óseos de sus compatriotas—, sino lo que hace después de eso, que es exactamente lo mismo que querían hacer con él: zampárselo. Esa atrocidad irónica, en la que el personaje se recrea con una frase llena de mala hostia —«Te dije que esta gente nos daría de comer»—, añade una vuelta de tuerca más, porque convierte a la víctima en verdugo, y demuestra que no hay nada en la naturaleza del español con bigote que no esté en la del joven subsahariano. Y eso es muy jodido. Y además en cierta manera recupera uno de los estereotipos racistas más presentes en la cultura pop y por extensión en los tebeos: el negro antropófago, sólo que lo posiciona en otro contexto y lo carga de otras connotaciones. Al fin y al cabo el mero hecho de que sea el héroe ya cambia nuestra percepción. Por si fuera poco, con la carne del señor bigotudo prepara kebabs, y no sé si esta elección por parte de García y Fontdevila es casual, pero a mí me sugiere algo: el kebab simboliza al mismo tiempo y según a quién le preguntes la invasión y la integración cultural. No es un símbolo superfluo en un país que hace de la gastronomía bandera como España.

Creo que no es descabellado decir que Tengo hambre es un cómic de denuncia social, pero no es aleccionador. Por supuesto, como fábula que es, nos tienta interpretar en clave metafórica lo que sucede: nos aprovechamos de los inmigrantes y los explotamos, los devoramos simbólicamente. Pero entonces ¿cómo debemos interpretar el duro final del tebeo? ¿Simboliza, consecuentemente, la posibilidad de que esos inmigrantes explotados se rebelen y nuestros malos actos se vuelvan en nuestra contra? Es el peligro de pasarse de frenada interpretando, porque tal vez Tengo hambre no contenga lección ni moraleja alguna, y sea simplemente una estampa grotescamente deformada de nuestro egoísmo y crueldad. O la visión de un futuro cercano…


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