Notas sobre el cómic abstracto

En los últimos años, se está volviendo cada vez más frecuente encontrar cómics adscritos a un formalismo abstracto o a una abstracción geométrica estricta, normalmente vinculados a los fanzines o al circuito de autoedición. Es una de las corrientes del cómic contemporáneo más discutidas pero que, quizás precisamente por eso, más me interesan, porque generan muchas preguntas, más allá de las obvias, no solo sobre sí mismos, sino también sobre el lenguaje del cómic y sus límites, e, incluso, acerca de la propia historia del arte y el porqué de este fenómeno. A estas alturas, siento que ya tengo algo que decir sobre este que vaya más allá del mero gusto o la curiosidad que, creo, debería acompañar siempre la labor de la crítica —y que, a este respecto, creo que ha fallado—. Lo que sigue son, no obstante, más unas notas que un artículo o una investigación, que tal vez llegue algún día. Es una primera aproximación al fenómeno, y un comentario de varios cómics abstractos recientes que me han resultado sugestivos.

La abstracción siempre ha estado bajo sospecha. Como cualquier novedad, los primeros artistas que se alejaron del figurativismo fueron duramente criticados en los salones de la intelectualidad y en la incipiente crítica de arte, como es sabido. Pero, en fin, lo mismo sucedió con la fotografía o con los que abordaron temas que no eran los imperantes en su época. Los conceptos de relevancia y calidad artística son cualquier cosa menos universales. Sin embargo, resulta inevitable el cuestionamiento de estas novedades, a veces desde presupuestos políticos: en el rechazo visceral a la vanguardia pictórica coincidieron el régimen nazi alemán y el régimen comunista soviético. Alejarse del «gusto popular», sea lo que sea eso, era considerado algo indeseable y a evitar y censurar. Para terminar de complicar las cosas, hace unas décadas supimos que la CIA impulsó una operación para promocionar a Pollock y otros expresionistas abstractos como arte nacional y desideologizado, frente al realismo soviético. Poco antes de la publicación del libro que destapó esta operación, La CIA y la guerra fría cultural (Frances Stonor Saunders, 1999), el historiador Eric Hobsbawm publicaba A la zaga. Decadencia y fracaso de las vanguardias del siglo XX (1998), un ensayo crítico en el que cuestionaba la relevancia de las vanguardias históricas y exponía su fracaso en el intento de convertirse en un arte revolucionario, porque se había alejado del público de una forma elitista: «Lo que hay que tener en cuenta de las artes verdaderamente revolucionarias es que fueron aceptadas por las masas porque tenían algo que comunicarles. Sólo en el arte de vanguardia el medio fue el mensaje» (Hobsbawn, p. 36). Y aquí creo que se obvian dos cosas: el arte abstracto o de vanguardia puede tener contenido —entendido como discurso articulable mediante el lenguaje textual— y, además, puede ser del gusto popular, pues este cambia y se adapta a ciertas formas y rechaza otras. Miró, Picasso o Mondrian son artistas mainstream, sin duda alguna.

Durante el periodo de mayor auge de las vanguardias y la abstracción, consecuentemente, la figuración narrativa se refugió en los medios de masas, en los que la experimentación siempre ha tendido a ser marginal. Es por eso que muchos teóricos e historiadores del arte, especialmente si su formación provenía del marxismo, comenzaron a defender estas expresiones artísticas porque, supuestamente, tenían una voluntad popular y eran accesible a todo el mundo. Otra cuestión, en la que no siempre se han detenido, es en si lo que llamamos cultura popular lo es de verdad o no es más que un conjunto de medios emanados desde arriba cuyos contenidos se regulan cuidadosamente para difundir mensajes que interesen al poder. Pero ese es un tema en el que no es momento de meterse.

La cuestión que sí importa ahora mismo es cómo el cómic se convirtió en bastión de una forma de entender el arte pasada de moda, desplazada por la vanguardia en el campo de la pintura. Creo que el que mejor ha expresado esto ha sido Santiago García, quien, comentando la primera exposición sobre cómic en el Louvre y el Museo de las Artes Decorativas, en 1968, señala: «Se entendía la calidad artística [del cómic] en función de la eficacia con la que algunos de sus dibujantes eran capaces de reproducir los modelos que la ilustración comercial de los años 20 y 30 había derivado de la figuración romántica decimonónica. Al postular como ejemplos supremos al Príncipe Valiente y Tarzán, el cómic reivindicaba su categoría de arte de masas como bastión contra la vanguardia plástica elitista» (Supercómic. Mutaciones de la novela gráfica contemporánea. Introducción. Errata Naturae, pp. 11-12). Paradójicamente, los inicios del cómic de prensa estadounidense tuvieron no pocas conexiones con las vanguardias, como demuestra el trabajo de Herriman, McCay o Feininger. Por no hablar de cómo la abstracción era empleada en una tira leída por millones de personas, Polly and Her Pals de Cliff Sterrett, para mostrar estados de ánimo, el caos de una noche de juerga o la belleza de un paisaje. Pero según el cómic se fue convirtiendo en una sólida industria, su lenguaje se fue estandarizando, para ajustarse a las demandas de producción y a las convenciones de los géneros narrativos que se abordaron, pero también a lo que se entendía que era el público objetivo de aquellos tebeos.

En mi opinión, ha sido la preeminencia de lo figurativo y de lo narrativo en el cómic —que implicaba, por oposición, un cierto desprecio a otros paradigmas por parte del público y de algunos autores— lo que ha reforzado la resistencia hacia las propuestas experimentales y/o abstractas que, desde los años 60, pero, especialmente, en la última década, han ido apareciendo. Hasta el punto de que el debate muchas veces ni siquiera se dirige a la calidad de estas obras —cosa que no sorprende, pues muy a menudo se carecen de herramientas críticas suficientes como para valorarla—, sino hacia su misma naturaleza: el debate que se plantea en primer lugar es si tales obras pueden o no considerarse cómic. O se va un poco más allá, incluso con la mejor de las intenciones, y se cuestiona el posible impacto de estos cómics abstractos en el mercado, si su presencia puede ser negativa por apartar al público, cuántas de estas obras son permisibles… Todas ellas preguntas que evidencian que, para muchos críticos y aficionados, son anomalías, cuerpos extraños que deben ignorarse, en el peor de los casos, o tratarse como excepciones sin más recorrido, en el mejor. Pero la realidad es que cada vez más autores están profundizando en estos caminos, y cada vez es posible encontrar más obras que experimentan de diferentes formas con un lenguaje que es mucho, muchísimo más complejo de lo que se plantearon Eisner o McCloud en sus ensayos. Por tanto, la cuestión que a mí me interesa no es si estas obras son o no son cómics, sino, más bien, de dónde provienen, y qué conceptos de abstracción y experimentalidad están manejando.

En la antología de artículos y cómics Abstraction and Comics (Aarnaoud Rommens [ed.], Presses Universitaires de Liège, 2018) se encuentran varios textos que intentan arrojar luz sobre todas estas problemáticas. Uno de los más útiles es «Abstracted Narration and Narrative Abstraction: Forms of Interplay between Narration and Abstraction in Comics», de Kai Mikkonen. En él, el autor cita a varios otros para establecer que hay al menos dos aspectos en los que podemos considerar abstracto un cómic: la ausencia de figuración y la ausencia de narración (Mikkonen, pp. 263-266). Mikkonen lo relaciona con la abstracción en una sola viñeta o la abstracción en la secuencia, y creo se puede ir más allá: el primer tipo de abstracción permite trazar una analogía con la pintura, mientras que la segunda hace lo mismo con la literatura. Dicho de otra forma: un cómic podría considerarse abstracto si las imágenes que en él se ofrecen no son figurativas —como sucede en la pintura— o si carece de narratividad. En este caso, se suele hablar de «narración abstracta» para señalar la falta de unos elementos narrativos convencionales y un relato lineal, coherente y causal.

Y es aquí cuando empiezan los verdaderos problemas. En primer lugar, porque la conceptualización de estas cuestiones no siempre es inequívoca. Con mucha frecuencia se suele confundir el alejamiento de lo realista con la abstracción, pero esto tiene que ver, en realidad, con el grado de mayor o menor iconicidad de un estilo. La abstracción es lo opuesto a lo figurativo, de modo que para poder considerar un dibujo abstracto debe carecer de referente en la realidad. Coloquialmente, a menudo se señala como «abstracto» lo que no es sino un dibujo «raro», para los estándares convencionales del cómic comercial. Pero también hay que tener en cuenta que incluso cuando podemos hablar de abstracción las formas y los colores van a recordarnos motivos naturales, arquitectónicos o, incluso, pareidolia mediante, a seres humanos. Esto es inevitable, y la mayoría de los artistas lo tienen en cuenta cuando crean, aunque, por supuesto, la interpretación es mucho más abierta y plural que cuando estamos ante una obra figurativa.

En segundo lugar, está la cuestión de la narratividad. Se suele considerar el cómic como un medio consustancialmente narrativo, de la misma forma en la que se insiste en su naturaleza secuencial. Hay aquí un par de precisiones que hacer. En primer lugar, que una cosa es responder a los considerados géneros narrativos de la novela y el relato —drama, aventuras, negro, fantástico, etc.— y otra es acomodarse a una narratividad amplia, tal y como se entiende en la literatura habitualmente. Dicho de otro modo: «narrativo» no significa solamente «que cuenta una historia». Si la literatura no tiene por qué hacerlo, no se entiende por qué el cómic que no lo hace acaba siempre bajo sospecha. Si la poesía puede prescindir de «la historia» en un sentido clásico y sumergirse en el terreno de lo puramente emotivo o sensorial, por un lado, o explorar aspectos formales —ritmo, rima, estructura en la página— sin que nadie cuestione —o muy poca gente— que estamos ante una obra literaria, ¿por qué el cómic que opera en términos parecidos no alcanza el consenso crítico? Sin ir mucho más allá, porque no es mi intención con este texto, podemos apuntar dos motivos: la hegemonía cultural prácticamente incontestada durante décadas en las que cualquier experimento basado en la abstracción se situaba, sistemáticamente, fuera de la industria y por tanto del radar de público y crítica; y la falta de herramientas teóricas apropiadas para abordar el análisis del lenguaje del cómic desde puntos de vista que no sean los convencionales. Siento decirlo, pero me parece preocupante que, para algunos críticos e investigadores, la definición y teorías de McCloud sean, casi tres décadas después de su exposición en Understanding Comics (1993), la única referencia que manejen, por supuesto asumiendo sus postulados acríticamente como algo obvio o natural.

Pero existen ya numerosos autores que son conscientes de que las definiciones deben descartarse o abrirse ante la inapelable realidad y las cada vez más abundantes obras que se salen de los cánones. La denominada comics poetry (Mikkonen, p. 265) entiende que la intención de un cómic puede residir en la transmisión de sensaciones e informaciones puramente estéticas y emocionales. Tebeosfera ha dedicado su último número monográfico a la poesía gráfica, y su coordinador, Álvaro Pons, no solo señala que, en realidad, esta ha estado presente en el medio desde sus orígenes, sino que recurre a Thierry Groensteen para recordar su principio de solidaridad icónica, un concepto mucho más inclusivo que el de narrativa secuencial, porque admite que las imágenes que aparecen en un cómic pueden tener relaciones entre sí de tipos que escapen a las célebres categorías de McCloud, que se centraban en el relato temporal lineal. Yo iría, incluso, más allá, y tomaría la idea de Iván Pintor que habla de que el «principio elemental» que rige ciertos cómics es la asociación (Figuras del cómic: forma, tiempo y narración secuencial, p. 189). En mi opinión, no es posible que dos imágenes aparezcan en un mismo espacio sin que medie entre ellas una relación o asociación de algún tipo, aunque solo sea la meramente espacial. Por lo tanto, por abstracto, por incomprensible que sea una obra, si está compuesta de imágenes relacionadas entre sí, no tiene sentido excluirla del lenguaje o del medio. Sobre todo, porque, me temo, la mayoría de las veces esto se hace con el único fin de limpiar el campo de obras incómodas, que desafían el espacio seguro de quienes no se molestan en ir más allá de ciertos postulados demasiado básicos. Es más fácil descartar el estudio de una obra por no considerarla un cómic que profundizar en sus mecanismos para analizar cómo funciona y qué puede ofrecernos.

Antes de comenzar a analizar algunos cómics que he podido leer recientemente, hay otra cuestión importante que apuntar. Cuando nos planteamos si un cómic pertenece o no al campo de la abstracción, debe tenerse en cuenta que este no es un sistema binario, en el que solo son posibles dos posiciones —figuración o abstracción— sino que, más bien, deberíamos hablar de una escala, en la que pueden situarse las obras, dado que, aunque una imagen solitario no puede situarse entre la figuración y la abstracción —si se reconoce una forma de la realidad, es figurativa—, una multiplicidad de imágenes sí puede ir fluyendo entre ambos polos. La abstracción es un grado. O dos, en realidad, si recordamos que habíamos establecidos al menos dos formas en las que una obra puede ser abstracta. Podría representarse todo esto como unos ejes en los que situar cada cómic, en función de su grado de abstracción figurativa y narrativa, si el análisis cuantitativo nos fuera a aportar algo realmente significativo; pero, en realidad, si he traído a colación esto es porque creo que pone de manifiesto lo complicado e inútil que es establecer categorías cerradas en un lenguaje artístico. Podemos encontrar todo tipo de variaciones y modulaciones, desde el uso puntual de elementos abstractos con fines variados —el ejemplo ya citado de Cliff Sterrett, pero también cómics de Robert Crumb, Jack Kirby, Brecht Evens…— a la abstracción geométrica más pura. Por no hablar de cómo determinados cómics pueden parecer narrativamente muy abstractos, pero lo son solamente porque pretendemos encontrar en ellos un esquema dramático clásico, como, por ejemplo, Simplemente Samuel de Tommi Musturi (Aristas Martínez, 2016) o Enter the Kann de Víctor Puchalski (Autsaider Cómics, 2016). Para no extenderme mucho en esto, simplemente mencionaré otra posibilidad más: las obras que permiten una lectura narrativa convencional, sin ningún tipo de corte abrupto, pero cuyos significados reales resultan abstractos en cuanto que no se enuncian a través de textos ni son inteligibles de un modo unívoco, como sucede con las creaciones de Jim Woodring o David Sánchez, autores cuyas historias pueden describirse mediante el enunciado de los personajes y acciones representadas, sin que eso aporte gran cosa acerca de los verdaderos temas que tratan.

Con todas estas herramientas tan presentes como sea posible, pueden leerse de un modo analítico muchas obras que, a menudo, son interpretadas como artefactos herméticos no sujetos a la crítica: te gustan o no. Pero puede decirse mucho más de ellas, por supuesto. Empezando por aquellas en las que la abstracción pura se adueña del relato solo en algunas partes, y se combinan con elementos figurativos más convencionales, lo que permite la superposición de significados y sentidos. Cynthia Alfonso es una autora que suele recurrir a esta estrategia en muchos de sus cómics, muchos de los cuales han sido analizados ya por mí. En un pequeño fanzine grapado, la primera página nos ofrece viñetas con formas irregulares, que pronto interpretamos como humo, proveniente de un cigarro que sostiene una mujer. Lo abstracto es, así, más bien algo desconocido, mostrado de tal forma que no resulta sencillo identificar su referente hasta que nos dan más información. El humo del cigarro vuelve a adquirir protagonismo y se deforma, intercalándose con viñetas de pura geometría de líneas rectas, que rompen con el lánguido y errático fluir del humo, convertido ya en simple línea. Finalmente, dos líneas curvas paralelas, que parecen las siluetas de dos personas de perfil, se retuercen hasta que forman de nuevo la figura de la chica del pitillo, que, quizás, ha sido testigo de todo lo que ha sucedido, y que despide el relato con una pregunta: «¿y ahora qué?». Aquí la abstracción dialoga con lo figurativo de una forma muy interesante, porque ambas facetas se refuerzan mutuamente en su intención por reflejar la apatía. Las páginas en las que fluye la línea —que es humo solo porque hemos visto su origen, pero que se comporta ya como abstracción pura, es decir, como una mera línea sobre el papel— resultan de una blandura y una apatía propia de lo curvo —con ese misterioso interludio breve de estructuras rectas para romper el discurso—, aburren tanto como aburrida parece la fumadora, siempre en la misma posición, con los ojos de largas pestañas sugiriendo un sopor cercano al sueño, propio de quien no hace nada: Nada nuevo es, precisamente, el título del fanzine.

Nada nuevo, de Cynthia Alfonso

Este fluir entre lo abstracto y lo figurativo también se encuentra en Asma (2019), uno de los mejores fanzines de Alejandro Gaudino. En él, las páginas de formas viscosas y blandas, puramente abstractas, con colores pop llamando nuestra atención, acaban por configurarse en personajes y espacios, si bien la narración se mantiene siempre en un nivel de indeterminación y cripticismo propio de la corriente autoral que Santiago García bautizó como «primitivos cósmicos». En Asma hasta el título desafía cualquier intento por desentrañar su significado, y la aparición de textos y personajes solo redunda en el misterio y refuerza la sensación de que la poesía de las formas y las palabras son el verdadero centro de la propuesta de Gaudino.

Asma, de Alejandro Gaudino

Begoña García-Alén es otra autora diestra en la combinación fluida de figuración y abstracción, con diferentes estrategias. En algunas historias incluidas en Perlas del infierno (Fosfatina, 2014) se muestran formas geométricas que evolucionan, en aparente movimiento o en sucesión de momentos. Como ha escrito Óscar García: «El reconocimiento de una espacio temporalidad que transcurre sucesivamente entre viñetas, avanzando según el patrón lineal propio de nuestra experiencia humana, anima el proceso de narrativización. Aunque todavía quede muy lejos de presentar una trama definida en la que se pueda atribuir a los personajes existentes una lógica actancial que guíe sus actos e instaure una relación causal entre los eventos en los que participen. Pero en esa inscripción dentro de un espacio y un tiempo reconocibles y en la identificación de una actitud cuasi humana se intuye y se empieza a generar lo narrativo, todavía a un nivel muy básico» («El cómic como experiencia (un Beta-test de la narratividad del medio a partir de la obra de Begoña García-Alén)», CuCo, Cuadernos de cómic, n.º 12, pp. 41-42). En otras ocasiones, recurre a un relato textual, frecuentemente en primera persona, que puede comprenderse perfectamente, de forma que son las imágenes las que aportan la ambigüedad y la poética de lo abierto. Es la estrategia presente en su obra más conocida, Nuevas estructuras (Apa Apa, 2017), pero también en fanzines anteriores, como La máscara de oro (Noche Líquida, 2016). En este cuadernillo se presenta el relato de una suerte de expedición que vuelve sobre un lugar largo tiempo abandonado, y que los exploradores encuentran expoliado y desierto. La secuenciación de las frases, asociadas a imágenes, son netamente poéticas, pero los momentos en los que solo se expresa a través del dibujo abren la interpretación y, sobre todo, ponen el foco sobre lo inefable, aquello que no puede expresarse con palabras —acaso una de las principales funcione de lo abstracto en obras de este tipo—, ese algo que están buscando y que no sabemos si encontrarán. La relación del dibujo con la palabra nunca es directa, porque el primero no busca meramente ilustrar a la segunda, sino que aporta matices o nuevos signos: al mencionar la ciudad, por ejemplo, lo que observamos es la descomposición de algunas de sus partes, en representación ordenada casi taxonómicamente, como suele ser del gusto de García-Alén. Otro ejemplo revelador: la alusión al silencio en el que la protagonista vuelve al campamento que había dejado atrás se acompaña de dos viñetas de masas negras, rayadas con lapiceros de forma que recuerdan a las interferencias de ruido blanco de una televisión antigua.

La máscara de oro, de Begoña García-Alén

En una línea muy diferente, con un dibujo más sintético y geométrico, el No Death de Tor Brandt (2018) ofrece una sucesión de ilustraciones a una página —excepto la central, que ocupa dos— que podrían ser simplemente eso, ilustraciones sin relación entre sí. Sin embargo, recordemos el principio de asociación que tomamos de Iván Pintor: el mero hecho de aparecer en el mismo espacio —en este escaso, en el mismo fanzine— implican una relación. Por si fuera poco, la paleta de cinco colores pastel es siempre constante, lo que refuerza la sensación de continuidad. En este tipo de cómics, lo importante es la lectura, la interpretación de quien percibe sin contexto unas imágenes. Hay una cierta relación semántica: los espacios abiertos donde los astros tienen un lugar preeminente, las estancias de sabor arcaico y esos objetos asociados a la magia y la fantasía —pociones, espadas…— parecen estar describiendo un mundo místico, sin habitantes humanos, incluso aunque en algunas ilustraciones los edificios parecen más contemporáneos.

No Death, de Tor Brandt

Una segunda forma de emplear la abstracción pasa por suprimir las acciones. Es decir: cómics en los que hay personajes, en los que el dibujo de estos y de los escenarios puede ser minucioso y perfectamente figurativo, pero en los que no pasa nada. Uno de los mejores ejemplos es la serie de fanzines HAZ, de José Atomizador, en los que dibuja con pulcritud de plumilla mundos retorcidos, con volúmenes muy físicos y personajes monstruosos de formas que se desparraman por toda la página y forman majestuosas y cárnicas composiciones, de un barroquismo evidente. Un pequeño fanzine, el HAZ n.º 27, muestra una sucesión de viñetas del mismo tamaño, y en cada una de ellas uno de sus peculiares monstruos: ¿hay aquí una narración? Hay una secuencia, desde luego, en la que vamos viendo diferentes criaturas: una descripción de un mundo retorcido, pero también variado, donde ninguna criatura es igual a la anterior y la individualidad se subraya, aunque, paradójicamente, se inserte en una serie, en una masa de criaturas que en su anomalía son, si no iguales, sí equivalentes.

HAZ n.º 28, de Atomizador

Sin duda, uno de los grandes referentes de la abstracción geométrica es Alexis Beauclair, un autor francés que ha renunciado a cualquier atisbo figurativo para entregarse a las formas geométricas puras. Sin embargo, incluso en su caso pueden encontrarse variaciones interesantes. En sus obras más conocidas, Beauclair descarta contar una historia convencional, pero, en realidad, se adentra en la mecánica secuencial más pura, ya que mueve en una secuencia clara diferentes figuras geométricas. En Loto n.º 6 (2015) plantea una estructura de página cerrada y estable de 3×3 viñetas, en cada una de las cuales hay un círculo negro, situado siempre en su centro. Lo que cambia es todo lo demás, de forma que se genera la sensación de que ese círculo es una bola que se va moviendo por un escenario, que observamos desde una perspectiva cenital. Por supuesto, la manera en la que está representado el espacio se dirige siempre a subrayar el artificio que sustenta ese sistema de representación que pasa por realista, porque somos conscientes de que esa forma de leer la secuencia se debe a la inclinación que vamos a sentir siempre por explicar una imagen sin referente. Podrían ser, y de hecho lo son, meras imágenes aisladas, pero la contigüidad que sugieren los elementos que acompañan a la bola permiten que nuestro ojo perciba una ilusión de movimiento, que es, en realidad, la misma que está presente en cualquier otro cómic.

Loto n.º 26, de Alexis Beauclair

Esta manera de eliminar los elementos semánticos del lenguaje del cómic para manejar únicamente los gramaticales —o, lo que es lo mismo, los puramente formales y estructurales— se encuentra también en Perspective Fuyante (2015), un fanzine en el que, de nuevo, recurre a una composición de página fija —2×3 viñetas— y a un mínimo número de líneas rectas para jugar con los efectos ilusorios de la perspectiva y mostrarnos con total transparencia cómo funciona la representación del movimiento y cómo, en realidad, el movimiento está en nuestro ojo —Pons menciona varios estudios en esta línea en «Bases fisiológicas para la percepción de cadencias visuales en la obra de Roberto Massó» (Tebeosfera, 3.ª época, n.º 12, 2019)—, que ante una secuencia de imágenes siempre va a tender a leerlas en esa clave, como sucede en el ejemplo siguiente.

Perspective Fuyante, de Alexis Beauclair

En otras páginas, Beauclair se limita al uso de una sola recta por viñeta, lo que reduce la secuencia y la narración a su mínima expresión. Hay, además, otro rasgo importante en este cómic: la forma en la que el autor tiene en cuenta el dibujo que trazan todas las líneas en la página completa, especialmente en lo que respecta a sus continuidades y rupturas entre viñetas. Es algo que puede encontrarse con un desarrollo, a mi modo de ver, insuperado hasta la fecha en Cadencia (Fosfatina, 2019) de Roberto Massó, un autor que ya había experimentado con la abstracción geométrica en varios fanzines y que en este extenso libro se consagra al estudio del ritmo puro. No quiero extenderme demasiado en este título porque ya he escrito un artículo sobre él, pero sí era necesario mencionarlo, porque es, quizás, la obra más ambiciosa en España en el campo de la abstracción pura. Massó, a diferencia de Beauclair, parece más interesado en jugar con las pautas y con los ritmos musicales que con el movimiento en sí. Las líneas que traza no se mueven, pero generan una partitura gracias a sus distancias, número de líneas y grosor de estas.

Cadencia, de Roberto Massó

Estos mismos principios pueden articularse con resultados radicalmente distintos, como demuestra la obra de Nicolas Nadé Distance (Otto Press, 2018), en la que también encontramos la exclusividad de las formas geométricas, aunque insertas en escenarios más complejos, con una sensación de profundidad menos desnuda, así como el interés en el desarrollo del movimiento. Pero, aunque existe también una evidente preocupación por la página como unidad, en este caso se manifiesta de un modo mucho más espectacular y multifacético, debido, en primer lugar, al gran formato del cómic, pero también al uso del color, que denota no solo un gran gusto estético en las paletas de cada secuencia, sino también en el uso de tramas y efectos de reminiscencia mecánica. La manera en la que nos vamos moviendo por este mundo de espacios arquitectónicos de colores absorbentes construye una experiencia inmersiva, en la que las rupturas de esa lógica se reciben con sorpresa. Hay algo del Viaje (Apa Apa, 2010) de Yuichi Yokoyama, pero en una clave mucho más abstracta y, por tanto, alienígena. También es un buen ejemplo de un efecto que a veces encontramos en este tipo de obras, y que suman un componente humano. Porque, aunque no aparecen personas en ningún momento, la elección del punto de vista frontal sugiere una primera persona, un observador humano que avanza por el escenario como en un videojuego shooter; es la misma sensación que se experimenta en La cueva (Fosfatina, 2015) de Begoña García-Alén.

Distance, de Nicolas Nadé

La preocupación por el acabado, por los aspectos materiales del cómic que se aprecia en Distance es algo común en varias corrientes de la autoedición y del cómic más experimental, que enfatizan la condición de artefacto de los cómics, de objetos físicos con unas cualidades táctiles específicas. El uso de la riso y la manera en la que las tintas se distribuyen por la página, o la inclusión de pequeños cuadernos dentro del principal o el tipo de papel son elementos que, en mi opinión, tienen un efecto decisivo, porque parecen recuperar algunas de las sensaciones asociadas al concepto benjaminiano del aura. Obviamente, estos fanzines no son objetos únicos, obras de arte de las que solo existe un ejemplar original, pero lo limitado de las tiradas y las cualidades físicas ya mencionadas afectan a la lectura, que se convierte en una experiencia sensorial que la sobrepasa. Uno quiere tener este objeto, disfrutarlo por su condición de tal, más allá de la lectura que vaya a realizar. Es lo mismo que sucede en Absurde Geometrie, de Ben Sanair, una pieza de gran formato, con papel de alto gramaje que confiere una rigidez muy significativa al cómic, así como un peso que parece imposible en un cuaderno de solo dieciséis páginas. Su valor como objeto se enfatiza por el hecho de que todas sus páginas pueden encontrarse en internet sin problemas, puestas a nuestra disposición por el propio autor. Pero la experiencia de observar Absurde Geometrie directamente trasciende su mero conocimiento indirecto a través de la pantalla, primero porque el tamaño, realmente, impresiona, pero también por el uso de tintas brillantes especiales, y la inclusión de pequeños pliegos que deben ser manipulados, abiertos o desplegados para desvelar su contenido. Sanair no secuencia, no utiliza viñetas: cada página, o cada elemento incluido en el gran cuaderno, expone una composición geométrica basada en la repetición y en la superposición de formas curvas y rectas, así como en la impresión de colores más o menos saturados. Se trata, más que nunca, de ofrecer una experiencia sensorial, que prescinde casi por completo del concepto de secuencia o de cualquier narratividad, por abierta que sea la definición de esta que queramos manejar.

Absurde Geometrie, de Ben Sanair

Son elementos muy presentes, también, en las obras del último autor que me gustaría analizar hoy: Camilo García A. Este artista colombiano tiene un cuidado por el objeto y la materialidad de sus fanzines que lo emparenta con Nader o Sanair, aunque el interior sea diferente, en cada caso. Encuentro (2018) es un cuaderno cosido que plantea el deambular de una esfera azul por parajes naturales —aunque se representen desde la síntesis y cierto grado de abstracción—, con colores pastel muy luminosos y acogedores, y una preeminencia del espacio en blanco muy importante. El espacio en blanco, en el cómic, implica silencio, pausa, pero también no existencia: en el blanco no habita nada, más que la nada. En algunas páginas encontramos unos insertos, de papel azul, que parecen apostillar matices a lo que estamos presenciando, o bien, funcionan como pies de imágenes: en uno de ellos, incluso vemos dibujado el propio cómic, abierto. Resulta una obra a medio camino entre los diferentes tipos de cómic abstracto que estoy manejando, que incluye, además, un folleto de textos crípticos pero muy reveladores: «Cada texto escrito, incluso cada secuencia de letras carente de sentido, posee información sintáctica. Pero sólo los textos gramaticales admisibles contienen información semántica y pueden producir un efecto perlocucionario o pragmático».

Encuentro, de Camilo García A.

El libro. La forma (2018) es otro proyecto significativo, porque, como el anterior, evidencia un discurso articulado por parte del artista colombiano: podría considerarse arte conceptual. Mientras que en las obras de Nader o Sanair el objetivo es estético, y la recepción muy inmediata, en cuanto que los productos finales de sus investigaciones son bellos, en este fanzine de materiales nobles, García A. no busca un objeto bonito, sino un artefacto que establezca un diálogo con cada lector. Para analizarlo, por tanto, no basta con observar lo dibujado, sino lo ausente. El espacio en blanco predomina en todo el cuaderno, de una manera que casi invita a intervenir la obra, dibujando nosotros mismos. Lo que se plantea es un relato de génesis, pero teñido de cientifismo: un conjunto desordenado de átomos desencadena un proceso de creación, que deviene en un libro, cuya forma se va ordenando ante nuestros ojos: el libro es el mundo, y el dibujo del libro es el libro mismo, el que sostenemos en las manos, quizás, pero también un libro ideal, platónico, que incluso puede multiplicarse, en la página final: cada libro es El Libro. Como en el caso de Sanair, Camilo García A. ofrece sus fanzines fotografiados completos en su web, porque confía en que el objeto que alberga su obra —el objeto que es su obra— tiene el atractivo único de lo físico.

El libro. La forma, de Camilo García A.

Diferentes formas de abordar lo no narrativo, o lo no convencional en lo narrativo, y diferentes maneras de abordar la abstracción en el cómic, que evidencian que es un campo más amplio de lo que pueda parecer, y que, sobre todo, se sustenta en discursos artísticos más sólidos que la mera improvisación o el trazar caótico de formas geométricas. Autores y autoras que expanden los límites, que los revelan como artificiales e impuestos por la costumbres, no por el propio lenguaje, que sigue mutando y enriqueciéndose. Espero que estas páginas hayan contribuido a su comprensión.

En Pictopía, el podcast que realizo con Roberto Bartual, dedicamos un programa al cómic abstracto, en el que contamos con la colaboración de Roberto Massó. Lo recomiendo a todo aquel que quiera profundizar en este tema.


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